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El pecado mayor de Robert Mugabe

Eduardo Barajas Sandoval
02 de febrero de 2016 - 12:03 a. m.

Ni su irreverencia hacia los europeos, ni su reforma agraria, ni sus discursos punzantes, son el pecado más grave del presidente de Zimbabwe. Figura sobresaliente del folklor de los gobernantes contemporáneos, la vida, obra y acción política de Robert Gabriel Mugabe admiten lecturas muy diferentes. Demonio para unos y ángel custodio para otros, el nonagenario rebelde contra la discriminación racial en la antigua Rodesia sigue aferrado al poder con la convicción, equivocada, de aquellos que creen que son los únicos intérpretes y orientadores válidos del destino de su pueblo.

 

A partir de la evidencia de los supermercados vacíos, el desacierto en la conducción de la economía según los cánones de la ortodoxia dominante, los obstáculos contra el ejercicio de la oposición, y el radicalismo de un discurso anticolonial anacrónico, la prensa occidental solo habla mal del presidente de Zimbabwe. Lo acusa de haber desconfigurado la sociedad mixta, de negros y blancos, que se pactó en Lancaster House, cuando se le puso fin al experimento de Ian Smith y su dictadura de minoría blanca. Lo muestra como un salvaje, arbitrario, que no respeta las normas como lo haría cualquier primer ministro británico, en la medida que, ante el fracaso de la cohabitación con los blancos, decidió motu propio desposeerlos de sus tierras. Se dice que vive en una mansión extravagante, muestrario del mal gusto; que su mujer, cuarenta años menor, arrasa con compras desmedidas almacenes de alta gama en Europa y que su hijo, aspirante a sucederlo, toma el avión presidencial, como cualquier heredero de república bananera, para irse de fiesta con sus amigos. Y claro, que cualquiera que se oponga a los designios del viejo dueño del poder termina bañado en sangre en una cuneta.

 

La andanada es tan persistente que consigue hurgar la curiosidad de saber si esa es la única lectura de lo sucedido. Entonces se encuentra que, en el otro extremo de las interpretaciones, hay quienes consideran que Mugabe es el único líder auténtico del África negra que jamás se ha doblegado a las pretensiones europeas y que ha insistido en los puntos que marcó desde un principio; que se vio obligado a emprenderla contra los poderes residuales de los blancos en la medida que los británicos y los estadounidenses no cumplieron con su parte del pacto del Zimbabwe bi-racial que debería reemplazar la Rodesia de la era colonial. También queda claro que las granjas de las que fueron desprovistos muchos de los propietarios blancos no son propiamente como las del minifundio andino sino que equivaldrían a los dominios de los latifundistas de América Latina, con todas sus consecuencias respecto de la sociedad campesina. Y que Robert Gabriel ha sido el único líder africano capaz de decir, no solo en su patio sino en cualquier escenario, lo que piensa a favor de su causa de siempre: la de un Zimbabwe libre, en manos de los dueños originales del territorio.

 

Sin perjuicio de las diferencias de interpretación, todas las cuentas conducen a concluir que Zimbabwe es un país apartado de la corriente principal de la vida internacional por cuenta del capricho de un jefe supremo que se considera indispensable. Un país afectado por sanciones que, como suele suceder, perjudican a los más débiles. Un escenario africano donde los blancos se sienten hoy tratados como en tantos lugares se han sentido menospreciados y discriminados los negros. Como si allí hubiese sido posible la utopía revanchista de voltear la moneda. Jugada dramática e inconducente porque estos últimos siguen pobres, sin libertad y sin esperanza. Todos, en fin y al cabo, víctimas de un proceso que, de repetirse, llevaría a que fuesen muchas las naciones que terminarían desbaratadas, generando minorías de apátridas que se verían atrapadas por una máquina de venganza que les empujaría a buscar, en algún lado, el sitio al que pertenecieron sus ancestros, culpables de una depredación anterior a su existencia.

 

Una entrevista de Mugabe, su esposa y sus hijos, con un periodista surafricano a la hora de la cena en su casa de Harare, muestra a una familia sencilla y tranquila, como de clase media, y deja tremenda incertidumbre sobre las especulaciones en cuanto a su lobería y sus extravagancias. En cambio el discurso que pronunció hace poco, al terminar su período como Presidente de la Unión Africana, no deja dudas sobre su intención de continuar en el poder, cuando le faltan solo nueve años para cumplir un siglo de vida. Además de las tradicionales diatribas contra los occidentales, a quienes acusó, en medio de aplausos, de seguir metidos en África con sus fundaciones, sus espías y sus impostores, criticó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por su inoperancia y por la injusticia de su composición. Se burló de la inocuidad de que los Estados Unidos tengan un presidente negro que piensa como blanco, y terminó por anunciar que allí seguirá desde la presidencia de Zimbabwe a disposición del nuevo jefe de la Unión de los países africanos, como si estuviera convencido de que va a ser eterno. Esa gana de perpetuarse en el poder, fruto del deseo de detener a su conveniencia el reloj de la historia, aplicando el freno al curso normal de la vida de su propia nación, es el pecado máximo de Robert Mugabe. Al privilegiar su instinto sobre la razón política ha terminado por contradecir la causa de la independencia por la que dice haber luchado, en la medida que todo lo que ha conseguido es un Zimbabwe independiente de todos los demás, pero dependiente de su propio capricho.

 

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