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                                                                                                                              No ir a la tumba con el ZANU

                                                                                                                              Los acuerdos de paz y de reconciliación nacional que en medio de la euforia dejan cuentas sin aclarar, terminan por ser los semilleros de futuros desastres. Por eso, a una dosis adecuada de flexibilidad y perdón conviene agregar otra de claridad, para que la injusticia no termine por hacer su trabajo. 

                                                                                                                              Los ilusos que al final de la década de los setenta del siglo pasado salieron a ovacionar a los signatarios de los acuerdos de Lancaster House, que dieron paso a la independencia de Zimbabwe, imaginaron que el nuevo estado tendría un futuro promisorio. Aparentemente se había encontrado una fórmula de convivencia racial, y sobre los restos del régimen colonial se edificarían unas instituciones modelo. En el mismo sentido soñaron muchos en la hasta entonces Rhodesia. Ni los unos ni los otros, y tal vez tampoco los signatarios, cayeron en cuenta de que quedaban tantas cuentas pendientes que contribuirían a dar al traste con el país.

                                                                                                                              Robert Mugabe, hasta entonces líder de una de las organizaciones guerrilleras de la mayoría negra, llegó un poco más tarde al cargo de primer ministro, y luego al de Presidente, para permanecer allí hasta nuestros días. Sus gobiernos, de calidad descendente, han convertido al país en un paria, a punto de perecer. De unos primeros tramos llenos de entusiasmo productivo pasó a plantear una confrontación radical en contra de una minoría blanca a la que culpó de los errores de sus antepasados, lo que le mereció no sólo enemistades sino los consabidos bloqueos que le recuerdan a ciertos países cómo es de difícil tomar por caminos distintos de los de la ortodoxia internacional.

                                                                                                                              Rupturas internas, que involucraron en muchas ocasiones a fracciones de la población negra, y sanciones económicas de procedencia exterior, jamás fueron suficientes para que el hoy anciano Presidente le hiciese a su nación el bien de dejarla de gobernar. Por el contrario, ahí se quedó, víctima de la adicción al ejercicio del poder, y apoyado por la manada de cortesanos que saca provecho de los gobernantes duraderos y fuertes, con el argumento de que si no es ese, es decir el que gobierna, no hay nadie más.

                                                                                                                              Con una inflación de cifras inimaginables en el mundo contemporáneo, 4.500% según datos oficiales, con el desempleo más escandaloso que se pueda registrar, por encima del ochenta por ciento, con una población cuya esperanza de vida no llega a los cuarenta años, y con cortes de electricidad que llegan a veces a superar las veinte horas, para mencionar tan sólo algunas de las desgracias récord de sus mandatos, el añejo gobernante, estéril en soluciones y apegado al palacio presidencial pretendía, a sus 84 años, repetir. Por eso se presentó, como si nada, a las elecciones del 29 de marzo de 2008. Para ser candidato otra vez, no tuvo reparo en hacer expulsar del partido a Simba Makoni, uno de sus ministros, que osó aspirar a reemplazarlo.

                                                                                                                              El hecho de que a lo largo de la semana siguiente no se hubiesen producido noticias oficiales sobre los resultados, no puede indicar otra cosa que su derrota. Porque de haber ganado, estaría cacareando su triunfo a las pocas horas de concluida la votación. Por ahora sus partidarios, que no son pocos, como suele suceder en países proclives a la brujería de liderazgos histriónicos, andan con la idea de que el hombre debe participar en la segunda vuelta.

                                                                                                                              La victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias, bajo el liderazgo de Morgan Tsvangirai, ya ha sido reconocida. Afortunadamente existen controles relativamente confiables para que, si hay segunda ronda, el resultado sea respetado. De manera que no se repita la ya tradicional apelación a la amenaza ni la sospecha insistente de fraude que ha acompañado anteriores jornadas electorales.

                                                                                                                              Aunque seguramente no faltan quienes aspiren a que el autoproclamado mejor y único guía de su pueblo se mantenga en el poder, aún por la fuerza, habrá que confiar en que los grupos de oposición sean capaces de unirse y que miles de ciudadanos, hasta ahora intimidados o hipnotizados, den el paso que salvaría a Zimbabwe de caer a la tumba con lo que quede de un partido como el ZANU - PF, Zimbabwe African Nacional Union – Patriotic Front, que a punta de errores ya le hizo todo el mal que pudo. edubaras@yahoo.com

                                                                                                                              Los acuerdos de paz y de reconciliación nacional que en medio de la euforia dejan cuentas sin aclarar, terminan por ser los semilleros de futuros desastres. Por eso, a una dosis adecuada de flexibilidad y perdón conviene agregar otra de claridad, para que la injusticia no termine por hacer su trabajo. 

                                                                                                                              Los ilusos que al final de la década de los setenta del siglo pasado salieron a ovacionar a los signatarios de los acuerdos de Lancaster House, que dieron paso a la independencia de Zimbabwe, imaginaron que el nuevo estado tendría un futuro promisorio. Aparentemente se había encontrado una fórmula de convivencia racial, y sobre los restos del régimen colonial se edificarían unas instituciones modelo. En el mismo sentido soñaron muchos en la hasta entonces Rhodesia. Ni los unos ni los otros, y tal vez tampoco los signatarios, cayeron en cuenta de que quedaban tantas cuentas pendientes que contribuirían a dar al traste con el país.

                                                                                                                              Robert Mugabe, hasta entonces líder de una de las organizaciones guerrilleras de la mayoría negra, llegó un poco más tarde al cargo de primer ministro, y luego al de Presidente, para permanecer allí hasta nuestros días. Sus gobiernos, de calidad descendente, han convertido al país en un paria, a punto de perecer. De unos primeros tramos llenos de entusiasmo productivo pasó a plantear una confrontación radical en contra de una minoría blanca a la que culpó de los errores de sus antepasados, lo que le mereció no sólo enemistades sino los consabidos bloqueos que le recuerdan a ciertos países cómo es de difícil tomar por caminos distintos de los de la ortodoxia internacional.

                                                                                                                              Rupturas internas, que involucraron en muchas ocasiones a fracciones de la población negra, y sanciones económicas de procedencia exterior, jamás fueron suficientes para que el hoy anciano Presidente le hiciese a su nación el bien de dejarla de gobernar. Por el contrario, ahí se quedó, víctima de la adicción al ejercicio del poder, y apoyado por la manada de cortesanos que saca provecho de los gobernantes duraderos y fuertes, con el argumento de que si no es ese, es decir el que gobierna, no hay nadie más.

                                                                                                                              Con una inflación de cifras inimaginables en el mundo contemporáneo, 4.500% según datos oficiales, con el desempleo más escandaloso que se pueda registrar, por encima del ochenta por ciento, con una población cuya esperanza de vida no llega a los cuarenta años, y con cortes de electricidad que llegan a veces a superar las veinte horas, para mencionar tan sólo algunas de las desgracias récord de sus mandatos, el añejo gobernante, estéril en soluciones y apegado al palacio presidencial pretendía, a sus 84 años, repetir. Por eso se presentó, como si nada, a las elecciones del 29 de marzo de 2008. Para ser candidato otra vez, no tuvo reparo en hacer expulsar del partido a Simba Makoni, uno de sus ministros, que osó aspirar a reemplazarlo.

                                                                                                                              El hecho de que a lo largo de la semana siguiente no se hubiesen producido noticias oficiales sobre los resultados, no puede indicar otra cosa que su derrota. Porque de haber ganado, estaría cacareando su triunfo a las pocas horas de concluida la votación. Por ahora sus partidarios, que no son pocos, como suele suceder en países proclives a la brujería de liderazgos histriónicos, andan con la idea de que el hombre debe participar en la segunda vuelta.

                                                                                                                              La victoria de la oposición en las elecciones parlamentarias, bajo el liderazgo de Morgan Tsvangirai, ya ha sido reconocida. Afortunadamente existen controles relativamente confiables para que, si hay segunda ronda, el resultado sea respetado. De manera que no se repita la ya tradicional apelación a la amenaza ni la sospecha insistente de fraude que ha acompañado anteriores jornadas electorales.

                                                                                                                              Aunque seguramente no faltan quienes aspiren a que el autoproclamado mejor y único guía de su pueblo se mantenga en el poder, aún por la fuerza, habrá que confiar en que los grupos de oposición sean capaces de unirse y que miles de ciudadanos, hasta ahora intimidados o hipnotizados, den el paso que salvaría a Zimbabwe de caer a la tumba con lo que quede de un partido como el ZANU - PF, Zimbabwe African Nacional Union – Patriotic Front, que a punta de errores ya le hizo todo el mal que pudo. edubaras@yahoo.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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