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Túnez, ante la amenaza de un otoño árabe

Eduardo Barajas Sandoval
10 de agosto de 2021 - 02:59 a. m.

Después de la ganancia de haber salido de dos y media décadas de una dictadura típica del mundo árabe, bajo el mando de una especie de inspirado que se creyó dueño del destino de su pueblo, la nación tunecina tenía que entrar en la búsqueda de su propio camino, con la ilusión del doblete de democracia y libertad, coronado con la mejor dosis posible de bienestar. Ilusión comprensible y universal, pero al tiempo esquiva; como en todas partes.

La “Primavera”, que se desató precisamente en Túnez, no solamente dio al traste con el gobierno de Zine El Abidine Ben Ali, que llevaba veinticuatro años en el poder, sino que se convirtió en invitación a una marcha hacia la democracia, por lo general fallida, en una serie de países del mundo árabe. Para ello se inició un proceso constituyente en busca de la consolidación democrática, bajo la amenaza de la radicalización islámica y con la competencia entre unos partidos que la pregonaban y otros que buscaban un camino diferente.

Lo mismo que en los demás países árabes, se trataba de estrenar, o al menos esa era la ilusión, opciones antes inexistentes de debate político. Cada quién con su idea de sociedad y de país, ante la proximidad de un Siglo XXI que fuese más promisorio. Ya se sabe en qué terminaron los demás, que por lo general mantuvieron o retornaron a sus tradicionales modelos de autoritarismo, mientras Túnez era visto como el laboratorio de avance democrático con los mejores resultados.

En los momentos más álgidos del proceso irrumpió la violencia, y el distanciamiento entre diferentes sectores de la vida nacional parecía ya tan insalvable, que los más significativos de ellos comprendieron que se requería un gran consenso para salvar al país. Fue entonces cuando se constituyó el “Cuarteto para el Diálogo Nacional en Túnez”, conformado por representantes de la Unión Nacional de Trabajadores Tunecinos, la Confederación de Industria, Comercio y Artesanías, la Liga Tunecina de los Derechos Humanos y la Asociación Nacional de Abogados, con el compromiso de facilitar el proceso que habría de llevar a una democracia con los mejores elementos de pluralidad y libertades.

Los esfuerzos del “cuarteto” contribuyeron de manera sustancial a la consolidación de un proceso constituyente que culminó en la carta fundamental de una nueva república. Contribución aclamada dentro y fuera del país como elemento de paz, que mereció el otorgamiento del Premio Nobel de 2015 al cuarteto en su conjunto. Premio conferido a quienes de verdad sí trabajaron en la causa, en lugar de propiciar acciones desde calculada distancia.

El nuevo esquema, epicentro de renovadas ilusiones para la sociedad tunecina, consagró un sistema semipresidencial, con un presidente, jefe del estado, elegido popularmente, y un gabinete dirigido por un jefe de gobierno designado por el legislativo, que tiene una sola cámara. Ahí está el detalle: otra vez uno de esos sistemas híbridos, que a veces obligan a cohabitaciones y que, por ausencia de definiciones, pueden generar cortos circuitos políticos.

Como suele suceder, la idoneidad de las constituciones se pone a prueba en la práctica de la vida política que, por supuesto, siempre es otra cosa. La competencia por el poder, así se desarrolle dentro de un marco de las mejores características, lleva ingredientes de controversia, de lectura distinta de lo que haya quedado pactado, de proclama de opciones de acción política en la perspectiva del desarrollo económico y social, siempre con las correspondientes vanidades y emociones, que resultan inevitables.

Los acontecimientos más recientes de la accidentada vida política de Túnez muestran otra vez que una constitución no se hace funcionar solamente con la palabra. Comprueban que decir simplemente una u otra cosa en nombre de las instituciones puede llegar a ser más burla que realización de los principios que las sustentan. Ratifican que no ayuda mucho que alguien se atribuya la potestad de decir cuál es la forma inequívoca de interpretar y aplicar las reglas supremas, sin que eso sea fruto de un consenso previamente establecido; porque la validez de las instituciones se consolida con hechos sociales y políticos, dentro de un marco aceptado por todos, que señala claramente las atribuciones de cada quién.

Bajo el entramado de un sistema que reparte el poder político, y en la práctica la configuración del ejecutivo, entre el jefe del estado, el primer ministro y el parlamento, el presidente Kais Saied, un profesor universitario a quien eligieron por considerarlo sabio e incorruptible, decidió ahora destituir al primer ministro y “congelar” el parlamento por treinta días, además de suspender la inmunidad de los parlamentarios. La decisión, explicada por el presidente como medida indispensable “hasta que la paz social retorne a Túnez y se haya salvado el Estado”, se produjo después de una oleada de protestas por la precariedad de la vida de ciertos sectores sociales, agravada por el azote universal de la pandemia.

El gesto de presidente ha sido explicado por él mismo como medida acorde con un recodo de la constitución que le confiere amplios poderes bajo circunstancias excepcionales. Otros lo consideran un golpe de estado. De manera que el país se encuentra en una de esas situaciones que ponen a prueba el compromiso de cada quién con los propósitos de la democracia. Vuelve a crecer la polarización entre fundamentalistas islámicos que consideran a los demócratas progresistas como “enemigos de dios”, y los miembros de partidos como la “Liga para la Protección de la Revolución”, que no es otra que la originada en la Primavera Árabe.

No ha faltado quien aplauda la decisión de cierre del parlamento, que algunos reclamaban desde antes en ejercicio de la animadversión que produce en ciertos lugares esa congregación de la clase política, que en el fondo no deja de ser, para bien o para mal, una muestra de la correspondiente sociedad, y del compromiso político y la independencia de los electores.

Tampoco ha faltado quien considere que la apelación a medidas como el cierre del legislativo es una severa amenaza al proceso democrático, que despierta reflejos populares de molestia debido a la inevitable memoria de lo que fueron largos años de autocracia, a su vez heredada, de Ben Ali, encarnación de la versión tunecina del autoritarismo tan difícil de erradicar en buena parte del mundo árabe.

En ese clima, con tropas desplazadas en lugares estratégicos, en ocasiones aclamadas por el público, parecería que cada quién, según su entender, insiste en que la suya es la mejor interpretación del curso a seguir en la búsqueda de una democracia que vendría a ser la única surgida de un proceso que en otros lugares resultó frustrado.

El problema radica en que el presidente, con su propia interpretación y el cierre del parlamento, inadmisible en cualquier democracia verdadera, y con el apoyo de ciertos sectores populares, acumula poderes y argumentos parecidos a aquellos que en tantas ocasiones ha abierto el camino al autoritarismo, con todo tipo de excusas rebuscadas. Está por verse qué dicen ahora los del “cuarteto”, pues frente a ciertas situaciones resulta obligatorio renovar las credenciales.

 

Atenas(06773)11 de agosto de 2021 - 07:03 a. m.
Cuán interesante artículo, q' mucho ilustra sobre esa sempiterna incapacidad d ciertos individuos o sociedades en buscar y encontrar su destino. Y no lo son en razón d la edad, pues así como hay mamones de 40 años q' ya se fueron en vano, igual lo es un colectivo humano, y el grueso de los países árabes, de milenios, todavía parecen en pañales. Y Túnez otro laboratorio fallido, como botón de muestra
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