Rubem Fonseca, profeta brasileño, nació en 1925 y murió en olor de santidad laica en abril de 2020 a la venerable edad de 94 años. Unos meses antes, en 2019, publicó su último libro, Carne cruda. Es una joyita de 141 páginas con letra para miopes o hipermétropes con 26 relatos breves o brevísimos.
Cada protagonista es más sanguinario que el anterior. La sexualidad es explícita, sin rodeos ni ambages, cero moralinas, nada obsceno (1. adj. Impúdico, torpe, ofensivo al pudor), mera pornografía (1. f. Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación), estupenda y magistral, superior a la de Anaïs Nin y Henry Miller de pipí cogido, juntitos en su erotismo fugaz e incierto. Los argumentos son impecables. La erudición del narrador, disfrazada de enciclopedismo de internet, es implacable. Puro brutalismo, claman los hermeneutas. Novelas suyas como El caso Morel (1973), El gran arte (1983) y Bufo & Spallanzani (1986) abundan en ordalías carnales, difíciles de compendiar sin ruborizarse un poquito en esta columna de peace and love. En Carne cruda el brutalismo se potencia por enésima vez hasta extremos como el canibalismo o el exterminio de enanos y Papás Noel.
Advierto: estos cuentos no son lectura recomendable para la gente de bien: camanduleros o santurrones y mamacitas de sacristía más confesionario más comulgatorio. En cambio, leer a Rubem es goce pagano para hedonistas, librepensadores y réprobos sociales de cualquier género o transgénero. Historias salvajes de Río de Janeiro y vecindades: chulos desalmados, sicarios sin alma pero con remordimientos de conciencia, novios o amantes despechados, “sangre, sudor y lágrimas”, un derroche de inclemencia que sólo se puede narrar cuando llegas a los 93 años de edad empotrado en una silla de ruedas y todo te importa un culo, el qué dirán y el rechazo, la burla o el amor, la aprobación y el respeto. ¡La libertad sublime!
Un escritor tiene derecho a la repetición. Porque repetir es “un placer genial, sensual”, según cantaba hace siglos y en otras circunstancias doña María Antonia Abad Fernández, también conocida como Sara Montiel, fetiche de mis tíos, que en paz descansan. ¿Quién no (se) ha repetido en la vida? Rubem se repite, pero no se contradice, carajo. Repetirse en literatura no es tan perverso como algunos creen. Gabriel García Márquez se repitió no una sino varias veces. Annie Ernaux se repite a cada tanto en sus libros de autoficción. Don Miguel Cervantes Saavedra se repitió hasta la saciedad en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Homero, el ignoto, en La Ilíada, repite sus alabanzas a dioses y mortales de “alígeros pies”. Lo desastroso es repetirse mal, como lo hace cierto diatribista paisa, caído en desgracia antes de tiempo. (Diatribista es invento mío, no de la Real Academia Española: aquel o aquella que propala diatribas, o sea, 1. f. Discurso o escrito acre y violento contra alguien o algo.)
Ahora bien, si no eres vegetariano y te gusta el steak tartare, Carne cruda, del inefable Rubem Fonseca, es para ti. Bon appétit.
Rabito: “Yo soy ateo, escéptico; en fin, no creo en Dios, en el demonio, en el saci pereré, los pájaros de mal agüero ni en la macumba: no creo en ninguna mierda. Pero no se lo digo a Etelvina, estoy enamorado de ella. Pero ella no me deja tocarla ni besarla ni nada, porque dice que es pecado”. Rubem Fonseca. “Iglesia de Nuestra Señora de la Peña”, en Carne cruda, Tusquets Editores, 2020.