Un reloj de aquellos de bolsillo, eternamente detenido a las cinco de la tarde, y recordar y decir en voz baja el poema de García Lorca, “A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde”. Las manecilla estáticas, casi corroídas. La tarde sobre la tarde y la luz que se va apagando. Ningún tic-tac que me lleve a las prisas y a la inmediatez, a lo que tengo que hacer porque si no lo hago a mil por segundo se va el bus, y si se va el bus no llego a ninguna parte, y si no llego a ninguna parte se desmoronan quién sabe qué engranajes. Silencio. Silencio y mentira.
En realidad, no pasa nada si pierdo el bus de las cinco. Y tampoco, si llego tarde a ese lugar que suele ser ninguna parte y se rompen todos los engranajes del mundo. Somos un ensayo de vida para llegar a un vacío, y nada más. Estamos condenados a nacer o morir de un segundo a otro, y ese segundo seguirá transcurriendo más allá de los andamiajes de producción de las fábricas, o de los algoritmos, o de las conexiones a internet, o de las ventas y las compras, o de los celulares de alta gama, o de los políticos y las miles de elecciones, o de los sistemas, las polarizaciones, los linchamientos o nuestros miedos. Incluso, seguirá transcurriendo más allá de que se hayan detenido todos los relojes del mundo, sin que importe mucho a qué hora.
En un segundo vivimos o morimos, y en un segundo tomamos las decisiones que nos marcaron durante años y años. En un segundo cambiamos de opinión sobre tal o cual asunto, y nos demoramos un segundo o menos en arrepentirnos de algo que dijimos o hicimos, también en un segundo, un poco más o un poco menos. Un segundo determinó el antes y el después de la historia del universo, su comienzo, y ese final del que no tenemos ni idea, y en un segundo caímos en cuenta de que solo éramos cuentos de cuentos, nada, como escribía José Saramago. En un segundo recibimos la noticia que transformó nuestra vida, y en un segundo pronunciamos la palabra que nos enterró o nos salvó. En un segundo, en fin, un mediodía cualquiera, yo guardé los tres relojes que aún me quedaban para aguardar a que se detuvieran, ojalá a las cinco de la tarde.