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                                                                                                                              Una mujer incomparable

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura

                                                                                                                              No, no, en los altos círculos no existen las ideologías, señorita, existen las conveniencias, y todas están atadas a un gano yo, gana usted, ganamos nosotros y nos repartimos los negocios, me dijo el tipo. ¿Y el país?, ¿y la gente?, ¿y los pobres?, le pregunté. A los pobres los tendréis toda la vida, como les respondió Jesucristo a sus discípulos cuando le recriminaron que María Magdalena le lavara los pies con un agua de colonia muy fina, me contestó, haciéndose el distraído para poner su mano sobre uno de mis muslos, mirándome con ansiedad, luego de percibir que yo me había estremecido. Entonces corrió su sillón y se me acercó, hasta que sentí y escuché su respiración, y vi su deseo y lo besé.

                                                                                                                              Lo besé con pasión, con miedo, con asco, con rabia, con sed. Lo besé como si besara a otro y lo besé también con angustia, y lo besé aferrándome a sus besos y a sus deseos para que no me mirara más, para que no se diera cuenta de mi turbación, para que si me estaba comparando, yo no lo notara. Lo besé como si aquel fuera el último beso de mi vida, y también el primero, y mientras pasaba por cada etapa, más lo besaba, más lo mordía, más deslizaba mis manos por sus muslos y más le clavaba mis uñas en la espalda, y más me incendiaba cuando él ponía las suyas en mis piernas y las subía por debajo de mi falda. Lo besé y lo seguí besando en el carro, y al final, en su cama.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Gemí para no darle la cara, convencida, malditamente convencida de que en ese gemido de menos de dos segundos él se había percatado de mis ganas de asesinarlo, de mi asco, de querer levantarme y salir corriendo de ahí y no volver jamás a verlo, ni en su casa ni en el bar ni en la calle. Por eso di un salto y me le subí encima y lo besé de nuevo, como antes. Lo besé para esconderme con besos, con caricias, con jadeos. Grité. Cerré los ojos invocando a otros hombres, creyendo que era otro hombre el que estaba conmigo.

                                                                                                                              Lo comparé, sí. Mientras más gritaba y suspiraba, más lo comparaba. Esa fue mi gan venganza. 

                                                                                                                              No, no, en los altos círculos no existen las ideologías, señorita, existen las conveniencias, y todas están atadas a un gano yo, gana usted, ganamos nosotros y nos repartimos los negocios, me dijo el tipo. ¿Y el país?, ¿y la gente?, ¿y los pobres?, le pregunté. A los pobres los tendréis toda la vida, como les respondió Jesucristo a sus discípulos cuando le recriminaron que María Magdalena le lavara los pies con un agua de colonia muy fina, me contestó, haciéndose el distraído para poner su mano sobre uno de mis muslos, mirándome con ansiedad, luego de percibir que yo me había estremecido. Entonces corrió su sillón y se me acercó, hasta que sentí y escuché su respiración, y vi su deseo y lo besé.

                                                                                                                              Lo besé con pasión, con miedo, con asco, con rabia, con sed. Lo besé como si besara a otro y lo besé también con angustia, y lo besé aferrándome a sus besos y a sus deseos para que no me mirara más, para que no se diera cuenta de mi turbación, para que si me estaba comparando, yo no lo notara. Lo besé como si aquel fuera el último beso de mi vida, y también el primero, y mientras pasaba por cada etapa, más lo besaba, más lo mordía, más deslizaba mis manos por sus muslos y más le clavaba mis uñas en la espalda, y más me incendiaba cuando él ponía las suyas en mis piernas y las subía por debajo de mi falda. Lo besé y lo seguí besando en el carro, y al final, en su cama.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Gemí para no darle la cara, convencida, malditamente convencida de que en ese gemido de menos de dos segundos él se había percatado de mis ganas de asesinarlo, de mi asco, de querer levantarme y salir corriendo de ahí y no volver jamás a verlo, ni en su casa ni en el bar ni en la calle. Por eso di un salto y me le subí encima y lo besé de nuevo, como antes. Lo besé para esconderme con besos, con caricias, con jadeos. Grité. Cerré los ojos invocando a otros hombres, creyendo que era otro hombre el que estaba conmigo.

                                                                                                                              Lo comparé, sí. Mientras más gritaba y suspiraba, más lo comparaba. Esa fue mi gan venganza. 

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                              Ver todas las noticias
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