A mano alzada

Hong Kong 2047

Fernando Barbosa
13 de julio de 2019 - 05:30 a. m.

El 19 de diciembre de 1984, Zhao Ziyang y Margaret Thatcher firmaron en Beijing la Declaración Conjunta Sino-Británica mediante la cual la República Popular China reasumió la soberanía sobre la isla de Hong Kong y la península de Kowloon (ambas cedidas a perpetuidad a Inglaterra de acuerdo con los tratados de 1842 y 1860) y sobre los Nuevos Territorios arrendados a los británicos en 1898 por un término de 99 años.

Hubo que esperar siglo y medio para que las cosas regresaran a su sitio. Un largo tiempo en que las dos partes comprometidas fueron ambivalentes. Los chinos, que desde el comienzo se sintieron derrotados por los tratados desiguales que tuvieron que firmar, se abstuvieron de recuperarlos bien por incapacidad militar y política o por considerarlo innecesario. Si bien los chinos pudieron haberse tomado Hong Kong por la fuerza o solo cortándole los suministros de agua y comida, jamás lo hicieron. Y los británicos tampoco fueron muy entusiastas en comprometerse en la defensa de sus intereses en aquellos territorios como sí lo hiciera Thatcher más tarde con las Malvinas. Varias veces, desde el siglo XIX, algunos políticos ingleses plantearon el retorno de estas tierras a China. Bien porque fueron tomadas inmoralmente, porque no valía la pena arriesgarse en su defensa o porque no era un buen negocio. Durante la posguerra, por ejemplo, el parlamentario galés Emrys Hughes sugirió que se negociara una devolución a cambio de beneficios comerciales. Se sabe, además, que en los años 50 Londres le ofreció la entrega a Zhou Enlai, propuesta que fue rechazada: no era el momento.

Cuando empezaron en firme las últimas negociaciones, en 1982, luego del acuerdo entre Thatcher y Deng, el ambiente que se vivió fue diferente al informado por los medios en aquel entonces. Mientras el gobierno inglés parecía muy concentrado en la búsqueda de una salida política digna, los empresarios, por su parte, estaban enfocados en la construcción de escenarios y estrategias para seguir desarrollándose. Dentro de sus prioridades lo más importante era cómo mover sus fábricas —casi todas livianas— a las provincias vecinas que, además, ofrecían ya las ventajas de una mano de obra muy competitiva. Además, compraban e invertían en el exterior como medida de precaución que les garantizara pasaportes y visas de residentes, al tiempo que investigaban el potencial y las posibilidades para desarrollar servicios (comercio y bancos) en Shanghái y en otras regiones. El ambiente era de expectativas, pero nunca se percibió como angustioso. Lo cual era esperable si se mira a lo que había ocurrido hasta entonces y desde las guerras del opio.

Al final, la solución de “un país, dos sistemas” les dio un respiro político a los británicos y a China, una salida probable pero lejana para el caso de Taiwán. Sin embargo, no podría decirse que fue una confrontación ideológica entre capitalismo y socialismo, entre democracia y comunismo. La apuesta de China fue por su dignidad y no le importó invertir siglo y medio en su propósito. Por eso no sorprende que hubiera comprometido otros 50 años para la transición que terminará con la incorporación definitiva de estos territorios a la República Popular. Sin entender cómo es el tiempo para los chinos y lo que significa para ellos la paciencia, no se entenderá el destino del Hong Kong de 2047.

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