Dosis mínimas

Francisco Gutiérrez Sanín
06 de septiembre de 2018 - 09:30 p. m.

El Gobierno Nacional acaba de anunciar que comenzará a atacar el consumo de la dosis mínima de sustancias ilícitas. Lo hará en forma atenuada: sólo quien no pueda justificar su porte, por ejemplo por razones de adicción, podrá ser confiscado. La medida ha generado un interesante debate acerca de la forma de tratar el consumo, y acerca del daño que, comparativamente a la marihuana por ejemplo, puedan causar sustancias también potencialmente dañosas pero legales.

Sin embargo, en estas cosas es mejor comenzar por el puro principio. En general, de las políticas públicas se exige que tengan dos características que constituyen, digamos, la dosis mínima de sensatez: objetivos claros y criterios de medición. Esto no es un capricho; hay razones poderosas detrás de tal exigencia, comenzando por la simple evaluación costo-beneficio. ¿Costos? En este caso, imputarle una función adicional a una policía sobrecargada, para no hablar de la creación de múltiples oportunidades extorsivas con sus consiguientes efectos de deslegitimación y desmoralización. También se necesita aunque sea una aproximación seria a los efectos benéficos de la política propuesta. No sólo porque hay que responderles a los ciudadanos por sus impuestos, sino también porque invertir en la política A implica que ese recurso no podrá usarse para las políticas B, C, D… que podrían tener necesidad de él. Esto vale con más razón después de las declaraciones de Carrasquilla y de su viceministro (aparentemente otra lumbrera), según las cuales el gobierno anterior dejó raspada la olla.

Por lo tanto: ¿con qué fin van a comenzar a confiscar la dosis mínima? Durante días el presidente explicó qué características no tendría la medida —por ejemplo: no sería excesivamente severa—, pero no cuál sería su objetivo. Finalmente, la ministra de Justicia salió con la siguiente justificación: para proteger a los niños. Ayyyy… Tengo mucho que decir sobre esta costumbre más bien sórdida de usar a los niños como mascarón de proa para promover toda suerte de campañas políticas e intereses personales. Pero por ahora me lo voy a callar. Prefiero hacer las siguientes dos observaciones —una vez más, mínimas, preliminares— a la ministra. Primero: no, señora, esto tampoco cuadra. Mejor dicho: nada cuadra. Cualquiera entiende que la probabilidad de que un menor observe a un adulto consumiendo es mucho más alta si este acto se lleva a cabo en casa (que es donde la medida gubernamental quisiera confinar a todos los usuarios) que si se materializa verbigracia en un parque. Si en realidad usted quisiera proteger a los niños tendría que sacar a los adultos consumidores de sus casas y habilitar sitios públicos especiales para ellos. Tendría que impulsar una campaña enérgica para que no haya consumo en el sacrosanto hogar. Y tendría que explicarnos por qué observar el consumo tiene un efecto de contagio. Segundo: está bien, en gracia de discusión admitamos que este es el objetivo, y convengamos en que no es del todo insensato. ¿Cómo piensa usted entonces medir el éxito de la política? Porque si no hay algún criterio de evaluación, entonces está simple y llanamente botando la plata a la basura. ¿Niños salvados de la droga por mes, por año? ¿Número de personas congregadas en la cancha de fútbol del barrio después de las nueve de la noche? No tengo ni idea. Sospecho que el Gobierno tampoco.

Análogos problemas tiene la pavorosa propuesta de crear un Ministerio de la Familia. Claro, para los cristianos adeptos al Gobierno significaría un fantástico pote de mermelada o, mejor, maná caído del cielo. Y la posibilidad de controlar de manera directa la vida personal y cotidiana de los ciudadanos: figúrense la medio pendejadita. Pero en términos de política, ¿cuál es el efecto esperado y medible? No hay nada que decir aquí. Cuando le metan profundamente la mano al bolsillo para la reforma tributaria, amable lector, recuerde que su platica se gastará en ñoñerías como estas.

 

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