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¿Un palo en la rueda?

Francisco Leal Buitrago
12 de abril de 2015 - 02:00 a. m.

EL ALBOROTO PROVOCADO POR LA asignación de nuevas funciones al general Mora por parte del presidente Santos muestra —una vez más— que el mayor problema del “proceso de paz” proviene de los militares.

Esto no significa que no haya otros asuntos complicados en ese proceso. Implica, eso sí, que dentro del Ejecutivo —que es el que lo lidera— existe una quinta columna, que tiene su caja de resonancia en el “cuerpo de generales y almirantes” y en la “reserva activa” representada por Acore (Asociación de Oficiales de las Fuerzas Militares en Retiro).

Al inicio del gobierno del presidente Uribe, en 2002, la Fuerza Pública (militares y policías) contaba con 313.406 efectivos. Y al finalizar ese mandato, en 2010, tenía 426.014 efectivos. Asimismo, según cifras del Sipri (Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo), en 2004 el gasto militar total fue de 10,6 billones de pesos y en 2013 de 24 billones. En contraste con esos crecimientos, las Farc y el Eln cuentan con el menor número de guerrilleros en más de dos décadas.

Este aumento de efectivos y recursos económicos en la Fuerza Pública no es el único factor que explica el decrecimiento y marginamiento de las guerrillas. También cuentan factores tecnológicos, como los localizadores de grupos humanos en zonas inhóspitas y las bombas inteligentes propias de operativos aéreos.

Esta situación permite mostrar por qué la subversión no representa mayor peligro para la Fuerza Pública, excepto para algunos mandos menores y tropas que son víctimas de minas antipersonas, además de los cada vez más reducidos golpes terroristas y emboscadas. Pero, aparte de esta relativa comodidad frente al enemigo, ¿qué más induce a sectores castrenses a criticar las decisiones presidenciales sobre su bandera de paz?

En un eventual posconflicto, sin enemigo tangible, los militares tendrían que dedicarse a “cuidar” las fronteras patrias —su labor histórica— y apoyar a la Policía para acabar con bandas criminales, como las de los Urabeños y los Rastrojos. Además, las nuevas amenazas, como el narcotráfico, son transnacionales y por tanto difíciles de ubicar en un plano nacional concreto.

Estos escenarios darían pie para pensar en un rediseño de la Fuerza Pública, en el caso de un eventual posconflicto frente a la subversión. Una reducción en recursos y efectivos, al menos en las Fuerzas Militares, no sería descabellada. Tampoco lo serían una reubicación institucional y un aumento de efectivos en la Policía —cuerpo civil armado— para confrontar la creciente delincuencia común y organizada. Se reduciría así el entorno armado oficial que les conviene a los militares para sentirse poderosos.

En esas circunstancias, no sería fácil mantener los actuales privilegios en presupuestos y gastos militares, como tampoco las prerrogativas institucionales. Además, no habría que dudar —como ahora— de las decisiones oficiales, por temor a despertar críticas en sectores castrenses. Con ello, las actuales ventajas institucionales derivadas del conflicto armado peligrarían frente a un posconflicto diseñado de manera adecuada.

Pero al problema en cuestión habría que sumarle la magia caudillista que obnubiló a buena parte de la sociedad colombiana, incluidos los militares, magia a la que le urge alimentar chivos expiatorios para mantenerse en la cresta conservadora de la política. Y no hay nada mejor para ello que la bandera de la paz del presidente.

En estos escenarios es importante no olvidar que —sin querer queriendo— la miopía política de las Farc y del reticente Eln ha contribuido con creces a este problema que enfrenta el llamado proceso de paz.

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