Es catarsis y es arte pintar el perdón, tallarlo en piedra o fundirlo en metal; pero más difícil que esculpir el mármol es labrar el espíritu y, después de una tragedia, dedicarse a trabajar por las víctimas y por la no violencia.
La semana pasada Piedad Bonnett —la escritora poeta que nos ha contado con fortaleza y dulzura las tristezas más tristes y el dolor más profundo— presentó en la biblioteca del Gimnasio Moderno el libro de Juan Fernando Cristo Cartas a mi padre.
Es un contexto y una recopilación de las 25 cartas que año tras año —desde el 7 de agosto de 1998, 12 meses después del asesinato— le escribió Juan Fernando a su padre. 25 cartas publicadas en el diario La Opinión de Cúcuta, y uno siente —uno sabe— que “desde el lugar de la muerte” el médico y político Jorge Cristo Sahium las ha recibido todas, una por una.
Según dijo el ELN, ese crimen fue un error. Por supuesto: arrancarle la vida a alguien siempre será un error. ¡No lo sabremos luego de más de 60 años de conflicto armado! Pero lo más urgente de admitir y enmendar es que la violencia es un error que no solo pasa por las manos de quien tira del gatillo. Pasa por las manos y las palabras, por los actos y el desamor de todos los que hemos causado heridas. La violencia es un error del que tenemos que curarnos. No podemos seguir escalando huérfanos, guerras grandes y cotidianas, las que se libran en las montañas y en las esquinas, en aulas y en plazas, en bares y altares. Tenemos que curarnos, hasta entender que nos faltan escuelas para niños y nos sobra, nos abruma, que se rieguen como pólvora las escuelas de sicarios.
La grandeza de Juan Fernando Cristo —que fue senador, diplomático, ministro, creador de la Ley de Víctimas— está en la decisión tomada hace 25 años de sublimar el dolor por la muerte de su padre y dedicarse desde lo público a construir y defender políticas de paz. En lugar de haberse entregado a la venganza —ni siquiera a la inasible y justa búsqueda de la justicia—, Juan Fernando se dedicó a trabajar por una Colombia en paz. Nada le quitará el vacío, pero lo aliviaría saber la verdad. Ojalá se logre. Lo merece.
Piedad hizo una presentación bellísima. Condujo, desde esa poesía que es su vida, un diálogo de buenos seres humanos, un diálogo en el que se hizo explícito que el dolor puede ser no una sentencia sino un motor, una redención y no un punto final.
Juan Fernando fue preciso, generoso y genuino. Fue claro en decir que pedir perdón sin que se diga por qué y quiénes fueron los responsables es una petición incompleta. No es posible perdonar del todo sin tener a quién mirar a los ojos y a quién oírle la verdad de un “yo fui”. ¿A quién se perdona cuando el agresor no tiene rostro ni pulso ni voz? Él espera, algún día, saber quién mató a su padre. No le basta con saber que fue un error, no le basta con extrañar todos los días a ese padre que le enseñó con el ejemplo a servir desde lo público, ese abuelo que no vio crecer a sus nietos y ese médico que no tuvo tiempo de fundar más hospitales y aliviar más vidas, porque le arrebataron la suya.
El libro lo deja a uno con un nudo en la garganta, pero, de alguna manera, también con un destello de esperanza. Desde el prólogo de este ser de luz que es Ricardo Silva, “esta bitácora del duelo (…) sobre la lealtad de un hijo con su padre asesinado”, todo es un testimonio de amor, una misión. “Este libro es un corazón roto”, dice Ricardo. Sí… y es una tabla de salvación, un rescate de nosotros mismos, para que no se nos pase por la mente la estúpida tentación del rencor.
Es catarsis y es arte pintar el perdón, tallarlo en piedra o fundirlo en metal; pero más difícil que esculpir el mármol es labrar el espíritu y, después de una tragedia, dedicarse a trabajar por las víctimas y por la no violencia.
La semana pasada Piedad Bonnett —la escritora poeta que nos ha contado con fortaleza y dulzura las tristezas más tristes y el dolor más profundo— presentó en la biblioteca del Gimnasio Moderno el libro de Juan Fernando Cristo Cartas a mi padre.
Es un contexto y una recopilación de las 25 cartas que año tras año —desde el 7 de agosto de 1998, 12 meses después del asesinato— le escribió Juan Fernando a su padre. 25 cartas publicadas en el diario La Opinión de Cúcuta, y uno siente —uno sabe— que “desde el lugar de la muerte” el médico y político Jorge Cristo Sahium las ha recibido todas, una por una.
Según dijo el ELN, ese crimen fue un error. Por supuesto: arrancarle la vida a alguien siempre será un error. ¡No lo sabremos luego de más de 60 años de conflicto armado! Pero lo más urgente de admitir y enmendar es que la violencia es un error que no solo pasa por las manos de quien tira del gatillo. Pasa por las manos y las palabras, por los actos y el desamor de todos los que hemos causado heridas. La violencia es un error del que tenemos que curarnos. No podemos seguir escalando huérfanos, guerras grandes y cotidianas, las que se libran en las montañas y en las esquinas, en aulas y en plazas, en bares y altares. Tenemos que curarnos, hasta entender que nos faltan escuelas para niños y nos sobra, nos abruma, que se rieguen como pólvora las escuelas de sicarios.
La grandeza de Juan Fernando Cristo —que fue senador, diplomático, ministro, creador de la Ley de Víctimas— está en la decisión tomada hace 25 años de sublimar el dolor por la muerte de su padre y dedicarse desde lo público a construir y defender políticas de paz. En lugar de haberse entregado a la venganza —ni siquiera a la inasible y justa búsqueda de la justicia—, Juan Fernando se dedicó a trabajar por una Colombia en paz. Nada le quitará el vacío, pero lo aliviaría saber la verdad. Ojalá se logre. Lo merece.
Piedad hizo una presentación bellísima. Condujo, desde esa poesía que es su vida, un diálogo de buenos seres humanos, un diálogo en el que se hizo explícito que el dolor puede ser no una sentencia sino un motor, una redención y no un punto final.
Juan Fernando fue preciso, generoso y genuino. Fue claro en decir que pedir perdón sin que se diga por qué y quiénes fueron los responsables es una petición incompleta. No es posible perdonar del todo sin tener a quién mirar a los ojos y a quién oírle la verdad de un “yo fui”. ¿A quién se perdona cuando el agresor no tiene rostro ni pulso ni voz? Él espera, algún día, saber quién mató a su padre. No le basta con saber que fue un error, no le basta con extrañar todos los días a ese padre que le enseñó con el ejemplo a servir desde lo público, ese abuelo que no vio crecer a sus nietos y ese médico que no tuvo tiempo de fundar más hospitales y aliviar más vidas, porque le arrebataron la suya.
El libro lo deja a uno con un nudo en la garganta, pero, de alguna manera, también con un destello de esperanza. Desde el prólogo de este ser de luz que es Ricardo Silva, “esta bitácora del duelo (…) sobre la lealtad de un hijo con su padre asesinado”, todo es un testimonio de amor, una misión. “Este libro es un corazón roto”, dice Ricardo. Sí… y es una tabla de salvación, un rescate de nosotros mismos, para que no se nos pase por la mente la estúpida tentación del rencor.