Los bomberos parecían hormigas diminutas luchando contra un gigante enfurecido. Ellos arriesgaron su vida por salvar la de Notre Dame. Sabían que más allá de los techos de madera y las piedras del siglo XII, más allá de las reliquias y las imágenes sagradas, la catedral ha sido un majestuoso y conmovedor referente cultural, de arte y religión, de arquitectura, poder y devoción. Un símbolo gótico para la Francia laica, creyente o agnóstica: todas las Francias convergen en Notre Dame. No es un tema de catolicismo: se trata de grandiosidad y belleza; de historias acumuladas, de peregrinaciones y tesoros.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
Los bomberos parecían hormigas diminutas luchando contra un gigante enfurecido. Ellos arriesgaron su vida por salvar la de Notre Dame. Sabían que más allá de los techos de madera y las piedras del siglo XII, más allá de las reliquias y las imágenes sagradas, la catedral ha sido un majestuoso y conmovedor referente cultural, de arte y religión, de arquitectura, poder y devoción. Un símbolo gótico para la Francia laica, creyente o agnóstica: todas las Francias convergen en Notre Dame. No es un tema de catolicismo: se trata de grandiosidad y belleza; de historias acumuladas, de peregrinaciones y tesoros.
Las llamas devoraban una de las catedrales más hermosas del mundo y, como si estuviéramos presenciando una pesadilla medieval, vimos arder la casa de Nuestra Señora de París. De rodillas, los franceses elevaron cantos y oraciones, y en medio del dolor y el desconcierto decidieron no claudicar. Ellos —como todos los pueblos que han padecido guerras y miserias— saben que darse por vencidos es tirarle alfombra roja a la derrota.
Ayudarán la Unesco, millonarios, artistas, multinacionales y el Vaticano; y miles de franceses anónimos, dispuestos a la resiliencia. Los vimos marchando día y noche, con flores, velas y los ojos llenos de lágrimas. Caminaron con un talante emocional tan fuerte y solidario, que uno sabe que serán capaces de reconstruir en unos años nueve siglos de historia.
El 15 de abril París se quitó los chalecos amarillos, apagó sus violencias internas y puso en pausa (ojalá infinita) esa horrible xenofobia que hoy representa una de las vergüenzas más deplorables del planeta.
El incendio de la catedral desarmó los espíritus. Los desarmó de odios, y los armó del valor y la serenidad que se necesitan para emprender un renacimiento. París sacó fuerzas de su pasado (y hasta de su futuro) para prometerse a sí misma y al mundo que reconstruirá Notre Dame y le devolverá su patrimonio a la humanidad.
Así como se reconstruyó Francia después de las guerras, de la peste negra, los bombardeos y las trincheras; así como se levantó después de los ataques terroristas en Niza, en Bataclán y en la masacre de la gente de Charlie.
Pasado el impacto de las llamas y del humo negro invadiendo el cielo de París, pensé que de alguna manera todos hemos tenido nuestro pequeño gran incendio interior; hemos estado a punto de morir o de resignarnos (que es casi lo mismo); de marginarnos del mundo o de nuestra propia voz; de sentirnos rotos, vanos o incapaces de transformar realidades que nos agobian. Y con las herramientas que hemos conseguido en los claroscuros de la vida, intentamos reconstruirnos cuantas veces sea necesario; y por eso abrimos la cortina cuando amanece, y tenemos hijos, y sentimos que los ojos los hizo Dios para que no perdamos la ilusión ni el asombro.
Nuestro pequeño gran incendio interior puede destruirnos para siempre o convertirnos en uno de esos bomberos que arriesgan la vida por salvar y salvarnos el espíritu, los sueños y la piel.
Notre Dame de París sigue y seguirá en pie. Seguirán sus torres, sus campanas y vitrales. Seguirán las páginas de Víctor Hugo y los conmovedores silencios del Jorobado; y afuera, en la adorable rue d’Arcole, seguirá oyéndose el eco de los conciertos al atardecer...