Tenemos que confiar en la Corte Suprema de Justicia
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Bueno. Envío esta columna el lunes 7 de octubre, víspera de la fecha fijada para la indagatoria del expresidente Álvaro Uribe en la Corte Suprema de Justicia. No voy a caer en la tentación de imaginar los escenarios A, B y Z que podrían derivarse a partir de lo que pase mañana. Basta con la realidad para generar reflexiones.
Lo que está en juego no es ver cómo se desenvuelve el rollo de los testigos comprados, vendidos, retractados y/o amenazados. Lo que realmente está sobre la mesa es la necesidad de confiar en una Corte Suprema de Justicia legítima, capaz de proceder con objetividad y conocimiento, con plena independencia y la conciencia en alto.
Los senadores Cepeda y Uribe tienen conceptos opuestos sobre nación, desarrollo rural, dignidad, vulnerabilidad, minorías, conflicto armado, proceso de paz y cuanto tema de principios, valores, estructura social y política se nos ocurra. Medio país acompaña al filósofo defensor de derechos humanos, y medio país sigue al abogado expresidente. Y queda entre ambas mitades una franja para quienes acogen por convicción posiciones de centro y para otros que ni apoyan, ni opinan, ni se exponen, porque “¿para qué?, ¡si aquí nunca va a cambiar nada!”.
Así las cosas, diga lo que diga la Corte, lo más probable es que cerca del 50 % del país quede abatido o indignado, y aún más polarizado de lo que ya está. Pero, como dice mi querido Vladdo —no es cita textual—, lo grave no es la polarización en sí misma, sino la forma de expresarla. La manera violenta de intentar resolverla, la agresividad vs. la sustentación; las balas y las amenazas, y no los argumentos, como herramientas de disuasión. La polarización no tiene por qué ser una tragedia. La instrumentación brutal de ella sí lo es. Necesitamos que Colombia reaccione en paz, sin tempestades ni salvajismos. La ciudadanía debe respetar a la Corte y confiar en que quedó bien bautizada: es decir, que es suprema y es justa.
Lo sostengo en público y en privado: yo creo en Iván Cepeda. Creo también que en nuestro país no todo está perdido y que la verdad es capaz de abrirse paso. Creo que nunca es tarde para comprobar que nadie es intocable y que una cosa es ser líder o sentirse mesías, y otra muy distinta, estar por encima del bien y del mal.
De repente, suena al otro lado de la madrugada la voz de Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Punto aparte. Se nos fue Guillermo Perry. Ese maravilloso gocetas de la vida, que amó el teatro, los viajes, compuso vallenatos y cometió poesía. Forjador y referente durante 50 años de capítulos fundamentales en la economía y en la política colombianas. Admirado en las tres Américas, África, Europa y Asia, por su inteligencia radiante y su conocimiento. Defensor del trabajo en lo público para impulsar desarrollo social. Perry, amigo de muchos desde siempre. Amigo mío desde hace nueve años. Los suficientes para sentir un hueco en el alma y saber que nunca olvidaré su abrazo, nuestras conversaciones poscolumnas, posjuntas en el Teatro Libre, posdiagnósticos… y esa forma tan suya, tan definitiva, de reírse con los ojos.