A veces le digo a Carmen en tono un poco teatral: “Hemos empezado a entrar a la alameda de nuestra edad madura”.
Ella, mi novia, mi esposa, mi compañera hace más de 40 años, me dice que qué alameda ni qué alameda, que simplemente nos estamos poniendo viejos, que eso es una tragedia, que no hay manera de embellecer eso.
Pues, sí, tiene razón. Cuando niños y cuando jovencitos -ella y yo cuando la luz del amor nos llenó el cuenco de las manos-, éramos inmortales.
La infancia en Cali... Ya he dicho que por mi barrio, por mi calle, por mi niñez pasaba un río al que bajaban a lavar unas mujeres negras, altas, serias, que sostenía el platón de ropa en la cabeza y con las manos libres se llevaban a los labios dulces un gajo de mandarina o de naranja. Yo las miraba asombrado. ¿Cómo iba a pensar en la vejez? ¿O en la muerte? En mi calle, en Santa Rita, los rayos del sol caían por entre las copas de los árboles y me entibiaban la cabeza niña. De las ramas caían sobre mis pestañas los gorjeos de los pájaros y como un polen, unas esporas que eran como los átomos de la vida misma.
Una mujer de 70 años, en cierta novela de amor, dice que una señal inconfundible de que estamos envejeciendo es cómo perdemos el brillo de los ojos. La luz de la mirada. Y sí, los ojos se ponen opacos, fríos, hondos, demasiado hondos. Hay que ver cómo nos brillaban, cómo la luz relampagueaba. Dice ella que es como si los pensamientos tristes empezaran a bajar desde la frente a las cejas, y desde allí a los ojos. Y los cerraran un poco y los cubrieran de melancolía. La tristeza del tiempo que pasa y que se ha robado nuestra juventud y que cae desde la frente, desde la mente, al cristal de los ojos.
En fin. Envejecer, ¡qué injusticia!
Bueno, tal vez no puedo decir eso. Pero sí, ¡qué inclemencia!
Ahora, hoy, sábado, como todos los sábados hace años, iré a jugar fútbol. Sé que es un empecinamiento, una terquedad, a los 62 años, pero iré. Cada vez juego peor. Estoy más lento, me canso más rápido, me agoto más. Me lesiono más y me demoro mucho más recuperándome. Pero iré. Porque está el sol y están los urapanes y los eucaliptos y los magnolios. Y el viento frío y transparente de Bogotá y el olor del pasto. Y los amigos del fútbol, cada vez más jóvenes y más cálidos. Y quién sabe, de repente meto un “golito” y me voy feliz para la casa. Más que eso, quedo feliz toda la semana, pensando en el gol que metí.
Es una puerilidad, lo sé. Con tantos problemas que tiene el mundo, y yo pensando en estas pendejadas.
Pero lo mismo que María Gabriela, la protagonista de aquella novela, y lo que decía del brillo de los ojos. Una de las cosas que me avisa sin tregua que me estoy volviendo viejo es el fútbol. Qué tanto he querido y gozado.
Cuando no me golpeé durante el partido, ni me torcí nada y además metí un gol, voy feliz de vuelta a mi casa. Voy caminando dichoso, como alzado del piso. Soy mucho menos viejo. Y espero con impaciencia el momento de entrar a la casa. Para decirle a Carmen que metí un gol y que todavía tengo esperanza.