La catástrofe del tiempo

Héctor Abad Faciolince
10 de junio de 2018 - 04:00 a. m.

Cuando mi hija nació, en Turín y en 1986, pendía sobre Europa, como una espada de Damocles, una nube radiactiva que venía desde Ucrania: la nube de Chernóbil. Su madre y yo, como astrólogos ciegos, mirábamos el cielo y nos preguntábamos angustiados bajo cuál signo infausto había nacido nuestra hija. Los médicos nos aconsejaban, contra todo uso y costumbre, no los alimentos frescos (las compotas, la leche, los huevos), sino los viejos, incluso los que ya habían caducado. ¿A qué mundo y a cuáles tiempos horrendos, apocalípticos, habíamos traído a esta criatura? A la desgracia de Chernóbil alguien que la vivió más de cerca, Svetlana Aleksiévich, la llamó “la catástrofe del tiempo”.

Para mí la gran derrota de Sergio Fajardo y de Humberto de la Calle (los únicos candidatos por quienes hubiera podido votar en estas elecciones colombianas), coincide y va a coincidir siempre en la memoria con el derrumbe del proyecto hidroeléctrico de Ituango. Lo que era una esperanza, el sueño humano de dominar la naturaleza para ofrecer a los jóvenes crecimiento y progreso, para ilusionar a los nietos con un futuro posible, se estrellaba con una calamidad natural o con un mal cálculo del orgullo humano, con un error de ingenio de los ingenieros o una prolongación infortunada del invierno. Entonces la derrota política y el fracaso técnico me han dejado una sensación que queda bien expresada con la frase de otra mujer que ha pensado intensamente nuestro tiempo, Marina Garcés: la muerte del futuro.

Así me siento, así nos sentimos muchos, ante estos dos candidatos anacrónicos, viejos (así sean ambos los dos más jóvenes de la contienda), que ven el mundo todavía con las coordenadas de la Guerra Fría: los capitalistas contra los socialistas, Washington contra Moscú, la derecha y la izquierda. Y ante esa desolación, ante esas dos propuestas de futuro que son ambas propuestas de regreso a un pasado malo que ya ensayamos, no nos queda más remedio que el rechazo. De alguna manera volverles la espalda a esos dos candidatos que son un regreso al pasado nefasto, es un intento de mirar al futuro. El voto en blanco es un esfuerzo desesperado y pesimista de decirle al mundo: eso no es el futuro, esas propuestas de ustedes son la muerte del futuro, y consisten ambas en instalarnos en la desolación del insulto, de la pelea, de la confrontación furiosa que no cesa. El voto en blanco es optar por el silencio. Ante dos ruidos dañinos y malévolos, mejor callar, porque escoger, en ambos casos, es escoger la muerte. Y si uno está por la vida no pueden obligarlo a escoger la muerte.

El problema es que la muerte, de todos modos, es inevitable, y más cuando se dice la verdad. Tal vez por esto, una y otra vez, en estos días, me he dedicado a leer uno de los libros más grandes de nuestra cultura: La defensa de Sócrates. Platón, que la escribió tratando de repetir de memoria las palabras del maestro, era un ciudadano más de esa asamblea que condenó a Sócrates a tomarse la cicuta. Él, por supuesto, fue uno de los pocos que votaron en contra. Y Sócrates, en su defensa, afirma que él no ha entrado en la política para poder tener más tiempo de decirles la verdad a los atenienses; dice que si hubiera entrado en la política no habría llegado nunca a los 71 años que ya tiene, sino que lo habrían matado mucho antes. ¿Por qué? Porque él fue capaz de decirles la verdad tanto a los oligarcas como a los demagogos, y ni los oligarcas ni los demagogos soportan la verdad.

Quedamos, entonces, ante la muerte del futuro. Nos esperan cuatro años bajo el signo de la catástrofe: si gana el Duque de Uribe, gobernará contra el Petro de las piedras; contra una protesta callejera continua que engendrará más víctimas y más verdugos. Si gana el Petro de las piedras, gobernará contra una oligarquía furibunda que hará hasta lo imposible para que la quiebra económica se sienta desde el primer día de gobierno de los demagogos. Lo dicho: la catástrofe del tiempo.

 

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