A los que crean que ya no hay inquisidores ni herejes entre nosotros, sería conveniente recordarles la vida, las investigaciones y las condenas dogmáticas al profesor E. O. Wilson, fallecido esta semana a los 92 años en Massachusetts, muy cerca de Harvard, donde enseñó durante medio siglo. Cuando una idea científica es realmente novedosa y revolucionaria, se las tiene que ver con los guardianes de la tradición, de la moral y de los dogmas precedentes.
La gran idea de Wilson fue extrapolar sus estudios sobre el comportamiento de los insectos (y más concretamente sobre la división del trabajo y el establecimiento de colonias entre las hormigas), que según su teoría tenía que ver con adaptaciones evolutivas grabadas en los genes, a otro tipo de animales más grandes como los mamíferos, los primates y, por qué no, también al homo sapiens, el animal humano. Quién dijo miedo: los animales podían ser autómatas influidos por sus genes; pero el hombre, ser de cultura, jamás se dejaría dominar por sus instintos o por su biología.
Las acusaciones de racismo, sexismo, genocidio y otras barbaridades, unidas a los ataques físicos y al linchamiento mediático del profesor Wilson, fueron también consecuencia, como suele suceder, de un gran éxito en la comunidad académica y entre los lectores. La envidia es el gran detonante, muchas veces, de las motivaciones supuestamente morales de quienes atacan una teoría científica o un reconocimiento literario (Wilson ganó un par de veces el Premio Pulitzer por sus libros). Y su gran pecado fue publicar, en 1975, un ensayo revolucionario en los estudios del comportamiento animal, y humano: Sociobiology: The New Synthesis (Sociobiología: la nueva síntesis).
Hoy sus ideas suenan un poco menos heréticas, al menos en los estudios de psicología y sociología evolutivas, pero en su momento Wilson fue tratado de neonazi, de partidario de la eugenesia y abanderado de la discriminación racial y sexual. Todo esto está muy lejos de su pensamiento y de sus afirmaciones, pero para los viejos y nuevos inquisidores “culturalistas”, hablar de que la presión evolutiva pudo influir (y seguir influyendo) en nuestra psicología, o en actitudes innatas, genéticas, y no determinadas por puros condicionamientos culturales o sociales, era y es anatema.
Recuerdo que la primera vez que vi citado a E. O. Wilson fue en un libro pionero del gran divulgador científico colombiano, Antonio Vélez, El hombre: herencia y conducta, publicado en los años 80 del siglo pasado por la Universidad de Antioquia, y recibido también con desdén por antropólogos y sociólogos tradicionales. Tal como le había ocurrido a Wilson, algunos consideraron aberrante que alguien se atreviera a estudiar la mente y el comportamiento humano, la sagrada alma humana, como si también esta perteneciera al reino animal. Estaba bien que algunos se dedicaran al estudio de la conducta de las hormigas, de los perros o de los primates, pero ay del que se metiera con el divino espíritu humano (hecho a imagen y semejanza de Dios, y no de las bestias), y sostuviera, por ejemplo, que ciertos comportamientos de machos y hembras humanos pudieran estar determinados biológicamente.
Wilson se atrevió a decir, además, que ciertas teorías económicas y políticas sonaban muy bien como ideales abstractos, pero funcionaban mal en el comportamiento real de individuos y de grupos. Las hormigas, seres altruistas, siempre dispuestas a sacrificar su vida entera por el bien de la comunidad, parecen vivir en colonias en las que el comunismo funciona bastante bien. El comunismo humano, en cambio, para Wilson, era “una gran idea; especie equivocada”.
Sus trabajos finales, desde La diversidad de la vida, se concentraron más en asuntos ecológicos y en la protección de la tierra como hábitat ideal para la vida. Una de sus últimas propuestas es simple y luminosa: si queremos salvar el planeta, la mitad de la tierra debe ser dejada en estado salvaje.