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Verdad y literatura testimonial

Héctor Abad Faciolince
03 de julio de 2022 - 05:30 a. m.

Siempre he sentido fascinación, y al mismo tiempo horror, por la literatura testimonial. La que está escrita con tanto esmero como la ficción, pero con el ingrediente añadido de ser verdad. Es muy difícil estar sentado en una silla cómoda, con una luz plácida, sin hambre y sin miedo, leyendo el testimonio de algo espantoso. El poeta Jorge Gaitán Durán lo dijo muy bien: “Cuando la muerte es inminente, la palabra ―cada palabra― se llena de sentido”. Y la literatura testimonial a la que me refiero suele hablar de una muerte inminente, de un horror que está sucediendo o acaba de suceder. Pienso, por ejemplo, en la gran novela testimonial de Primo Levi, Si esto es un hombre, sobre su experiencia de Auschwitz. Pienso en las cartas de los comunistas condenados a muerte por Mussolini. Pienso en los poemas de Mandelstam desde los Gulag de Stalin. Pienso en las cartas de los sacerdotes antes de ser fusilados por los anarquistas al comienzo de la Guerra Civil.

En Colombia, durante la última de nuestras violencias, la del conflicto armado entre las Farc, los paramilitares, los narcos, el Estado, la muerte se convirtió también en algo inminente para los civiles inermes. Y si no la muerte, el secuestro, el destierro, la desaparición, la mutilación después de un atentado. De todo esto nos ha empezado a dar testimonio la Comisión de la Verdad. Es doloroso, muy perturbador, nos llena de vergüenza y de espanto leer tanta maldad, tanta verdad.

Esta semana he estado leyendo el volumen testimonial: Cuando los pájaros no cantaban. No puedo decir que sea una lectura grata. Sentado en mi silla cómoda, con buena luz, sin sed y sin miedo, lo que voy leyendo se me atraganta, me golpea, me conmueve, me avergüenza, me da rabia. No sé siquiera cuál de las sensaciones prevalece. Acepté el tipo de lectura propuesto en el prólogo: una lectura ritual, más que lineal. Una lectura, incluso, como de texto sagrado, que se puede hacer abriendo páginas al azar. En este libro al mismo tiempo magnífico y horrendo hay literatura y hay verdad. Recomiendo leerlo en pequeñas dosis, ojeando sus breves capítulos, y suspendiendo la lectura si sentimos regodeo en la muerte o acostumbramiento al horror.

Para muestra, un botón: “En la finca esa abandonada, me amarraron las manos a una silla y me taparon la boca con un trapo negro y me golpearon toda. El lugar estaba vacío. Solamente había una hamaca. Me quitaron el uniforme del colegio, lo rompieron todito y me pusieron un suéter verde. En la nochecita me iban a dar comida y yo no quería. Les aventé el plato y decía que no quería; quería a mi papá y me dijeron que lo habían matado. «¿Y mi mamá?». Que también la habían matado. Se reían de mí, que si yo no obedecía me iban a matar también. Y, bueno, esa noche me abusaron. Yo era una niña y no fue una sola persona, sino varios hombres, como dos o tres. (…) Cuando papá me salió a buscar, no me encontraba por ninguna parte. Después ellos fueron a buscarlo y le dijeron: «¿Quiere saber dónde está su hija?». Cuando mi papá llegó, lo amarraron. Escuché cuando preguntaba «¿¡dónde está mi hija!?, ¿¡qué me le hicieron!? Dios quiera que no me le hayan hecho algo porque soy capaz de matar y que me maten a mí también». Entonces lo llevaron a donde yo estaba. Yo lloraba con toda la fuerza porque pensaba que lo habían matado. Intentaba hablar y no podía. Después me quitaron el trapo, y yo: «Papá, ¿cómo está mi mamá?». «¿Qué te han hecho?». Yo los miraba a ellos y a él, pero no me atrevía a decirle nada. «Mija, te pasó algo, ¿cierto?». Mi papá solo les dijo que, si me habían hecho algo, no respondía. «Ah, ¿sí?, ¿mucho valor?», le dijeron. «Ahora verás lo que te va a pasar». Lo amarraron, le dieron una golpiza delante de mí y al día siguiente lo mataron. Yo daba gritos, decía que por qué lo habían matado delante de mí, que por qué eran así, tan malos. Lo abracé, le decía «papito, no te me mueras, resiste». Se echaban a reír”.

 

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