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El panorama completo

Ignacio Zuleta Ll.
11 de marzo de 2013 - 09:45 p. m.

Es necesario cultivar el afán de reconectarse con la esencia porque, de lo contrario, en el período que se nos dio para vivir, habremos visto solamente panoramas incompletos.

Si nos limitamos a navegar sobre la superficie de estas aguas y olvidamos en nuestras tormentas cotidianas que hay otras dimensiones, terminamos desperdiciando las facultades más elevadas de la especie y generamos una fuente de dolor y miseria.

Hay un concepto en las filosofías orientales que describe esta condición de mentecatos: Maya. Para muchos, Maya es el velo de ilusión que nos impide ver el panorama y nos hace pasar lo irreal por realidad. Otros acotan que se trata simplemente de una visión parcial y que, aunque los fenómenos del mundo son reales, son incompletos en tanto no estemos conectados con la otra mitad trascendente y eterna. En la tradición judeocristiana esta conexión es conocida como estado de gracia, el apoyo del cosmos, el refulgente hilo conductor de las acciones realizadas en el plano intermedio en el que estamos.

La rápida y ruidosa civilización globalizada que hemos construido no ayuda en el proceso de recuperar la conexión con nuestra esencia y con la esencia del todo. Estamos volcados de manera permanente hacia el exterior; la ciencia que una vez fue hermana de la filosofía se ha vendido a la técnica y ya no es libre; la urbanización nos ha separado de los ciclos naturales que servían como metáfora eficiente del funcionamiento general de la creación; el estrés, el bombardeo mediático y el estilo de vida narcisista fracturan los hilos conductores que nos ensamblan con el gran conjunto.

Despertar al espíritu es un acto político que nos libera de las cadenas del consumo, nos religa al universo y nos devuelve la justa perspectiva de la vida.

Hay cientos de maneras de acceder a estas regiones luminosas: una senda es la fe, que es la piedra solar del navegante que le permite orientarse incluso en días oscuros. Otra, la belleza, cuyo papel describe hermosamente Joseph Ratzinger: “desde la [belleza] que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios”. Otro camino es el amor, el vínculo supremo que eleva la frecuencia hasta hacernos resonar al unísono con todo lo creado.

Es importante reaprender desde el silencio a mirar al interior infinito y misterioso. La práctica espiritual, la creación artística y el corazón abierto restauran entonces la sensación de pertenencia, cubren el panorama y dotan al individuo de un propósito. Con un propósito que incluya cuerpo y alma toda experiencia humana tiene sentido y sitio, pues sin él sucumbimos en el momento de la muerte a la espantosa sensación de haber despilfarrado esta existencia.

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