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¿El único riesgo es que quieras quedarte?

Ignacio Zuleta Ll.
15 de diciembre de 2015 - 02:00 a. m.

La hélice del yate le cruzó la cara y penetró en el cráneo.

El muchacho quedó vivo, desde luego en condiciones lamentables. Venía con tres familiares en un silencioso bote de pedales cuando fue atropellado por una embarcación. Sucedió hace poco en Santa Marta, pero pasa en cualquiera de las emblemáticas playas en las que flotan la anarquía y la inacción civil; una costa cualquiera, sin dolientes.

Se supondría que en playas como las de Cartagena, San Andrés o El Rodadero, que dan pie a los colombianos para presumir de tener un litoral incomparable, se les debería dedicar una atención muy especial. Pero lo cierto es que son un lugar amenazante para el turista raso. Para garantizarle al bañista que no perderá una oreja o un pie por culpa de una hélice o que no será atropellado por las motos de agua o los gusanos de inflar atados a una lancha ni perderá la vida si un artefacto le pasa por encima, lo mínimo consistiría obviamente en comenzar por delimitar las áreas como manda la ley, tan abundosa.

No es difícil educar, explicar, señalizar y regular, por ejemplo, que los jet skis, las veloces tablas de vela o los esquiadores halados por lancha de motor jamás deberán cruzar los límites del área para el baño. Y viceversa: que el nadador no habrá de adentrarse por ningún motivo más allá de las boyas. Pero es que ni siquiera hay boyas, con excepción de las arboladas por algún hotel privado. Estas franjas públicas se zambullen en el caos, la carestía y el bullicio de motores, mercachifles y parlantes.

Las motos de agua y las lanchas de gusanos, por hablar de las más escandalosas y nefastas, salen y entran de la playa por donde les viene en gana. No hay muelles específicos para ellas. Los que las alquilan, el morenazo simpático que se arrima a bordo hasta donde el nadador desprevenido o el paisa astuto que lo supervisa, no reparan en si el conductor es menor de edad o si está borracho, menos en si tiene idea de cómo manejar estos motores, que además de ruidosos al extremo pueden ser un arma mortal.

Se supone que debería haber una coordinación entre la Dimar, la Policía, la Armada, la Alcaldía local, los hoteles y el Ministerio de Comercio encargado del turismo. Pero nada de eso ocurre en realidad. Quizás en la ficción se crucen —y se chucen— burocráticamente correos electrónicos. Pero el visitante o el residente que quieren hacer uso de sus playas no encuentran salvavidas.

Así, en el agua todo es excitante caos y amenaza. Como no parece haber remedio, es el momento de pensar en positivo y empezar a vender la natación en el caribe colombiano como un deporte extremo de mucha adrenalina. Patrocinado por .CO, marca país, se sugiere que la publicidad para la alta temporada que comienza rece así, muy bien tu(i)teado: «Vive el desafío de enfrentarte a las más bestiales motos acuáticas conducidas por adolescentes perturbados, a nuestros más filudos kite-surfers y a los más despiadados esquiadores en cometa: te harán pasar en nuestros mares momentos inolvidables de pánico exquisito».

Después de todo, sitios como Cartagena son —dice un amigo— un parque temático con un gran potencial para el turista en busca de emociones indelebles que vayan más allá de un resbalón de sus chancletas.

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