¡Un país sin guerra! De hecho, un continente, Europa, que después de sufrir la calamidad de la demencia y la escisión en dos guerras mundiales, logra re-conocer en su diversidad de lenguas y culturas un conglomerado de seres humanos con voluntad de convivencia en la concordia: la Unión Europea.
Esto lo reflexiono desde España, después de haber aterrizado en Suiza —
En contraste envidiable con mi dolor de patria, veo a mi lado en las refulgentes playas de Salou en Tarragona cómo los visitantes eslovenos, franceses, rusos, italianos, españoles, y los migrantes de otros universos, disfrutan de las sencillas prebendas de la paz: los padres varones retozando con sus críos bajo la mirada sonriente de las madres, el sol mediterráneo, las expectativas de muerte natural… y un aire de disfrute con la aguda conciencia del otro, del nos-otros, en el respeto de la presencia ajena que se refleja en la cotidianidad más evidente: se puede atravesar la franja de peatones sin ser atropellado, la arena de las toallas se sacude lejos del vecino, el ruido se limita a los audífonos. Se ve que gozan de certidumbres básicas, de un tejido social que les ayuda —dentro de las limitaciones del sistema y de la resiliencia del planeta— a sobrellevar sin abrumarse las obligaciones y esperanzas de estar vivo.
La paz, que para nosotros es esquiva, aquí es un hecho y se disfruta. Aún están los ancianos, los libros de historia y los museos que les recuerdan a los hijos y a los nietos que los horrores existen en el mundo y que el odio, el hambre, la incertidumbre y la zozobra son indeseables y que la paz y libertad, por muy precarias, deberían ser el máximo anhelo de la especie y que jamás pueden darse por sentadas. Se construyen y se defienden con ahínco.
Porque por más que Heráclito afirmara que la guerra es el motor de muchas cosas, el “lloroso de Éfeso” no lo decía en tono de alabanza a este aspecto siniestro de la naturaleza de los hombres. En la paz, como se siente flotar en estos vientos tibios del viejo continente, hay posibilidad de desarrollar las sociedades y sus gentes sin tanto sufrimiento, sin tantas amarguras. En la paz florecen mejor las civilizaciones, las artes, los sueños, las naciones.
Habrá quien crea que la guerra y la violencia son inevitables, e incluso necesarias. Quienes las promueven, sin embargo, usualmente se lucran del desastre. Lo cierto es que sentirse respetado, y aprender a respetar la diversidad de las razas, credos y costumbres individuales o políticas, es un sentimiento afable y noble.
Por el momento esta pax paneuropea parece redundar en el bienestar de unas naciones ya dotadas del uso de razón, que hacen la apuesta de tratarse mejor unas a otras, emparejar un poco las diferencias de riqueza, minimizar las fronteras siempre falsas y cultivar la cooperación entre estas tribus heterogéneas de todo un continente. ¿Cuántas generaciones tendremos que sacrificar los colombianos para entender que la paz es un tesoro?
¡Un país sin guerra! De hecho, un continente, Europa, que después de sufrir la calamidad de la demencia y la escisión en dos guerras mundiales, logra re-conocer en su diversidad de lenguas y culturas un conglomerado de seres humanos con voluntad de convivencia en la concordia: la Unión Europea.
Esto lo reflexiono desde España, después de haber aterrizado en Suiza —
En contraste envidiable con mi dolor de patria, veo a mi lado en las refulgentes playas de Salou en Tarragona cómo los visitantes eslovenos, franceses, rusos, italianos, españoles, y los migrantes de otros universos, disfrutan de las sencillas prebendas de la paz: los padres varones retozando con sus críos bajo la mirada sonriente de las madres, el sol mediterráneo, las expectativas de muerte natural… y un aire de disfrute con la aguda conciencia del otro, del nos-otros, en el respeto de la presencia ajena que se refleja en la cotidianidad más evidente: se puede atravesar la franja de peatones sin ser atropellado, la arena de las toallas se sacude lejos del vecino, el ruido se limita a los audífonos. Se ve que gozan de certidumbres básicas, de un tejido social que les ayuda —dentro de las limitaciones del sistema y de la resiliencia del planeta— a sobrellevar sin abrumarse las obligaciones y esperanzas de estar vivo.
La paz, que para nosotros es esquiva, aquí es un hecho y se disfruta. Aún están los ancianos, los libros de historia y los museos que les recuerdan a los hijos y a los nietos que los horrores existen en el mundo y que el odio, el hambre, la incertidumbre y la zozobra son indeseables y que la paz y libertad, por muy precarias, deberían ser el máximo anhelo de la especie y que jamás pueden darse por sentadas. Se construyen y se defienden con ahínco.
Porque por más que Heráclito afirmara que la guerra es el motor de muchas cosas, el “lloroso de Éfeso” no lo decía en tono de alabanza a este aspecto siniestro de la naturaleza de los hombres. En la paz, como se siente flotar en estos vientos tibios del viejo continente, hay posibilidad de desarrollar las sociedades y sus gentes sin tanto sufrimiento, sin tantas amarguras. En la paz florecen mejor las civilizaciones, las artes, los sueños, las naciones.
Habrá quien crea que la guerra y la violencia son inevitables, e incluso necesarias. Quienes las promueven, sin embargo, usualmente se lucran del desastre. Lo cierto es que sentirse respetado, y aprender a respetar la diversidad de las razas, credos y costumbres individuales o políticas, es un sentimiento afable y noble.
Por el momento esta pax paneuropea parece redundar en el bienestar de unas naciones ya dotadas del uso de razón, que hacen la apuesta de tratarse mejor unas a otras, emparejar un poco las diferencias de riqueza, minimizar las fronteras siempre falsas y cultivar la cooperación entre estas tribus heterogéneas de todo un continente. ¿Cuántas generaciones tendremos que sacrificar los colombianos para entender que la paz es un tesoro?