Cada semana, como quien se quita una cura de a poco, recibimos noticias que confirman lo que muchos advertimos durante la pandemia: las medidas que los adultos tomamos para protegernos tendrán consecuencias irreparables sobre una generación completa de niños, niñas y adolescentes. Lo inaudito es que, ya sabiéndolo, poco se hace para empezar a remediarlo; la inacción de quienes tienen el poder y la capacidad para actuar es verdaderamente inmoral.
Gracias al DANE, sabemos que en el segundo semestre de este año los embarazos de niñas menores de 14 años se incrementaron en un 22,2 %, y en las adolescentes entre 14 y 19 años aumentaron el 6,3 % en relación con el mismo período del año anterior. Esta terrible noticia tristemente no sorprende, porque ya lo sabíamos, sucedió durante la epidemia del ébola en África: mientras los colegios estuvieron cerrados, aumentaron de forma alarmante los casos de violencia sexual, embarazos no deseados y matrimonios forzados. Lo insólito es que entendiendo lo vulnerable que estaría dicha población, no hicimos nada para protegerla.
Como lo menciona en un artículo reciente la Institución Brookings, las crisis económicas tienden siempre a exacerbar las inequidades de género; por consiguiente, una vez desescolarizadas, las niñas y adolescentes tienen mayor riesgo de no regresar a sus instituciones educativas. Las menores de edad normalmente son obligadas a trabajar en sus casas o cuidar a sus hermanitos, y si toca escoger quién regresa a las aulas, siempre son los hermanos hombres los elegidos. El trágico aumento de los embarazos en menores de edad unido a la alarmante cifra de inasistencia escolar durante el 2020 (1,5 millones de niños), reportada por el DANE hace unas semanas, lleva a concluir que la deserción escolar de las niñas y adolescentes sin duda aumentará. Es imperativo actuar rápido y decididamente para que las vidas de estas niñas y las de sus hijos no estén condenadas a la perpetua pobreza.
Pero la indolencia ante estas realidades es espeluznante. Los niños, niñas y adolescentes de Colombia dejaron de ir a sus colegios de manera presencial desde marzo del 2020, y hoy todavía hay tres entidades territoriales cuyas condiciones sociales y económicas dejan mucho que desear, pues no han abierto una sola institución educativa: Magangué, Santa Marta y Magdalena (este último se vanagloria de tener un gran gobierno social y progresista, pero lo único que está logrando es profundizar inequidades). Y a pesar de que el resto del país ya supuestamente abrió, el 35 %, equivalente a 3,5 millones de niños, todavía no regresa a sus colegios. De estos niños sin atención presencial, solo el 12 % reporta tener contacto esporádico con sus profesores.
Es mucho lo que se debe hacer para tratar de contener y remediar las consecuencias del cierre de los colegios, pero si ni siquiera hemos sido capaces de lograr que todos los niños, niñas y adolescentes asistan presencialmente después de 19 meses, sin duda las repercusiones sociales y económicas serán cada vez más devastadoras. La normalización de esta situación, la ineptitud, la inacción y el miedo le pasarán factura al país, una cuenta que será muy costosa, pues lentamente, pero de manera contundente, estamos acabando con la próxima generación de colombianos.