Blanquita

Isabella Portilla
02 de enero de 2017 - 02:00 a. m.

Enfermo, cantabas una serenata callejera. Caminabas por la 85, detrás del Carulla. Tenías ganas de coca y tus zapatos trastabillaban en el andén.

Deprimías al barrio con tu melodía; hasta a las farolas vulgares ensombrecías. No hacías más que recordar a la pelinegra. Ansiabas tenerla al lado y que te dijera: Hey, Jean Paul, do you want some white? Y White aparecía de la nada bogotana vestido de indigente. Te conversaba, flagrantemente. En el último lenguaje de la noche. Tartamudeaba de la traba tan perra que llevaba. A ti no te importaba. Si él te pedía guaro, tú le dabas. Le dabas guaro del mismo pico de la botella que tomabas. Y se reían porque eran naturalmente tristes. Se reían sin saber el resultado de la suma de sus días. En mala compañía se reían. White te convidaba a un pase. Y a otro. Y luego te cobraba. Y tú le decías que no llevabas tanta plata encima. Que te dejara sano. Él te pedía el celular, el reloj de marca que tu mamá te había regalado. Tú no le dabas nada. No le cedías tus privilegios. Tus artefactos luminosos, ni tus credenciales de oro. Él se palpaba el cinto. Prendía su cuchillo viejo. El que había comprado en San Victorino por mil pesos. Prendía el cuchillo y te lo clavaba.Una.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Cinco.

Aún no estabas muerto. Respirabas al borde del asombro. Gemías inmóvil por los rincones del silencio. Seguías deprimiendo al barrio con tus lamentos y en él lavaste el recuerdo de tus pecados.

Seis.

Siete.

Ocho.

En la octava White se azaraba, sudaba miedo: la sangre era un visaje. El cuchillo caía junto al moribundo. Con las manos ensangrentadas se escurría el tiempo. White se iba regando gotas de horror por la Trece. La Trece estaba sin tombos. La ciudad dormía profunda. Y los tombos dormían la ciudad.

@isobellack

 

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