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                                                                                                                              Entender un libro es un asunto del corazón

                                                                                                                              George Saunders (Amarillo, 1958) ha tenido la fortuna de construir una carrera fulgurante en la que ha ganado premios por sus cuentos, premios por su única novela, premios por las hazañas probadas y probables de su genio, premios por teclear. Pero su solvencia de escritor laureado es inútil ante el tráfico fulgurante que debe de tolerar mañana tras mañana de camino a la Universidad de Siracusa, donde dicta desde hace más de veinte años, ante un grupo de sólo seis estudiantes, un curso sobre cuentistas rusos del siglo XIX. Su método pedagógico evoca más una clase de mecánica que una de exégesis literaria: Saunders concibe el cuento —como Cortázar antes que él, como Poe antes que Cortázar— como un juguete hipnótico que se puede desarmar para detallar los modos en que sus partes se engranan en busca de un efecto y de un movimiento. En su libro de ensayos más reciente, A Swim in a Pond in the Rain (Nadar en un estanque bajo la lluvia, 2021), Saunders ofrece la disección pausada, segmento tras segmento, de siete cuentos de autores rusos, cuyos resultados son iluminadores tanto para escritores en formación como para lectores de distracción.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              George Saunders (Amarillo, 1958) ha tenido la fortuna de construir una carrera fulgurante en la que ha ganado premios por sus cuentos, premios por su única novela, premios por las hazañas probadas y probables de su genio, premios por teclear. Pero su solvencia de escritor laureado es inútil ante el tráfico fulgurante que debe de tolerar mañana tras mañana de camino a la Universidad de Siracusa, donde dicta desde hace más de veinte años, ante un grupo de sólo seis estudiantes, un curso sobre cuentistas rusos del siglo XIX. Su método pedagógico evoca más una clase de mecánica que una de exégesis literaria: Saunders concibe el cuento —como Cortázar antes que él, como Poe antes que Cortázar— como un juguete hipnótico que se puede desarmar para detallar los modos en que sus partes se engranan en busca de un efecto y de un movimiento. En su libro de ensayos más reciente, A Swim in a Pond in the Rain (Nadar en un estanque bajo la lluvia, 2021), Saunders ofrece la disección pausada, segmento tras segmento, de siete cuentos de autores rusos, cuyos resultados son iluminadores tanto para escritores en formación como para lectores de distracción.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El pico de intensidad del sentimiento ocurre durante la primera lectura. La primera lectura es una labor de palpación curiosa en la oscuridad a lo largo de la cual los sentidos, que para reconciliarse con la desorientación y la incertidumbre apenas pueden acudir a la especulación, están expuestos en carne viva, vulnerables y sometidos a la voluntad del autor. Cada oración nueva entraña una nueva posibilidad de abismo. Si el autor empuja al personaje hacia lo alto de una torre de tiro, el lector se rebajará al temor y al vértigo, así nadie sea arrojado después al vacío; si el autor introduce a un hombre espigado, conciso y oscuro, el lector se rendirá ante la angustia y la inquietud, así no ocurra luego ningún acto de reprensión. En ese forcejeo obstinado de expectativas y resoluciones, como lo llama Saunders, el lector que acaba de entrar en un texto es un animalito desamparado que se proyecta un camino con las luces tenues de su educación y con los hábitos heredados de su intuición: la primera lectura se hace con el puro nervio y con el instinto primordial y con una imaginación a veces desbocada que, en vez de mermar las emociones, puede convertirlas en una jubilosa tormenta. Los libros restablecen a sus lectores iniciados en la órbita de sombras y rumores de las cavernas.

                                                                                                                              En uno de sus ensayos, “¿Cómo se debe leer un libro?” (1932), tras recordar que “aprendemos con el sentimiento” y que el “principal iluminador” es “el nervio de la sensación”, Virginia Woolf comenta así la fuerza de la primera inmersión en un poema: “El impacto de la poesía es tan fuerte y directo que por el momento no hay otra sensación excepto la del propio poema. [...] Después, es cierto, la sensación comienza a desperdigarse a través de nuestra mente en anillos más y más amplios; se alcanzan sentidos más remotos; estos empiezan a sonar y a comentar y tenemos consciencia de ecos y reflejos”. Que el sentimiento salvaje y libre es una vía para el conocimiento —y también un modo de atestiguar el vigor de los clásicos— lo prueban los testimonios íntimos de dos escritores.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Cuando tenía quince años, en una tarde en que tramitaba el tedio en su casa en los suburbios de Ciudad del Cabo, J. M. Coetzee agarró del aire una música desconocida que venía de una casa vecina. En “¿Qué es un clásico? Una conferencia”, una de las piezas del libro Costas extrañas (2001), Coetzee revive su sensación: “Mientras duró la música, me quedé helado, sin atreverme a respirar. La música me hablaba como nunca antes me había hablado”. Su estado de gozoso ahogo, de reveladora parálisis, se debía a El clave bien temperado de J. S. Bach, una composición canónica de la música clásica. Cinco décadas antes, un niño había sufrido en Buenos Aires una conmoción de la misma especie cuando escuchó a su padre recitar en inglés On First Looking into Chapman’s Homer de John Keats. En sus conferencias en Harvard entre 1967 y 1968, Jorge Luis Borges recordaría que en esa recitación paterna se le reveló la poesía, a pesar de sus maniobras de desconcierto, como una forma del gozo y de la pasión: “No creo que haya entendido las palabras, pero sí sentí que algo me estaba pasando. Le estaba pasando no sólo a mi mera inteligencia, sino a todo mi ser, a mi carne y a mis huesos”. Borges define su sensación como “thrill”, un fogonazo de excitación y entusiasmo, un estremecimiento.

                                                                                                                              Ambas epifanías de infancia (epifanías de un género insólito, en un momento diré por qué) tienen elementos en común: ambas ocurren durante un período en que estar vivo es casi siempre un ejercicio atropellado de asombros; ambas ocurren sin un conocimiento de la pieza artística (que se presenta de improvisto, desde una casa vecina o en la voz del padre, como la zarza ardiente que vio Moisés); ambas conducen a una desorientación feliz tan resonante que en la adultez, mediante una serie de intervenciones intelectuales mejor informadas, se busca sondear los mecanismos y el contenido de esa epifanía, que resulta insólita porque en vez de haber sido diáfana y esclarecedora, como dicen que son las epifanías, se instaló en la mente del niño como una pura sensación eléctrica, con un aspecto confuso de certidumbre y vaguedad, como el olor de un fruto en la espesura.

                                                                                                                              Pero, sobre todo, ambas epifanías tienen lugar en relación con dos clásicos: la de Coetzee con Bach, la de Borges con Keats (Saunders, por cierto, también experimentó en su juventud una cierta epifanía con Las uvas de la ira de Steinbeck). En los dos casos, hacer un inventario de la emoción sirve como un testimonio del impacto de la obra de arte y también como una razón para explicar su supervivencia, su frescura, su habilidad de prolongación, su carácter de clásico: es el grado de emoción el que sugiere la potencia del clásico. ¿Cómo es posible que una música alemana del siglo XVIII consiga paralizar a mediados del siglo XX a un niño en los suburbios de Sudáfrica? ¿Por qué tres siglos después las palabras de un pueril poeta inglés conmueven hasta el desconcierto a un niño bonaerense? (¿Es posible, pregunto al margen, que intervengan en la respuesta sus orígenes australes?) Para entender el valor de un clásico (para entender por qué, como escribe Woolf, “el poeta es siempre nuestro contemporáneo”), un crítico se aventura a practicar una arqueología de la emoción: Coetzee y Borges la practican con perspicacia mediante el recuento de una historia, que es su instrumento predilecto de exploración. La sola emoción, que anda menos prevenida en la infancia, es capaz de dar la medida de las grandes obras de arte.

                                                                                                                              Bueno, no la sola emoción: sonaba bien de cierre, ascendiente, seguro, oracular, pero es pura vascuencia.

                                                                                                                              Para afianzar los descubrimientos de la emoción, para compactar sus murmullos en una certidumbre portátil, es necesaria la intervención de otras acciones intensas del entendimiento. Coetzee se documenta sobre la historia de la reputación de Bach y debate la posición extravagante de T. S. Eliot en la literatura europea; Borges interpola algunos simples versos anglosajones que de repente no parecen tan simples; Saunders escruta el progreso de ciertas “acciones significativas” en siete cuentos rusos y pugna por explicarse por qué están donde están. Se trata de un trabajo de extrapolación en el que la epifanía y la emoción se contrastan con una variedad de fenómenos e instrumentos artísticos. A estos trabajos, Woolf añade los de juzgar, comparar con grandes obras, agrupar y leer sin tener delante el libro, en una rumia cuya prolongación es señal de abundancia.

                                                                                                                              Para adivinar los compuestos de una pieza literaria, Woolf incluso lanza un consejo llano, raro y difícil: sentarse a escribir. Replicar las labores del escritor, reproducir los esfuerzos y los suplicios de su pasión, “hacer un experimento propio con los peligros y las dificultades de las palabras”. Con A Swim in a Pond in the Rain, Saunders pone en práctica la propuesta temeraria de Woolf. Al deshilvanar aquellos siete cuentos rusos, Saunders incita a explorar los mecanismos internos que propiciaron su escritura: incita a explorar y asimilar la mente de su autor (lo que afina y amplía, por cierto, el sentido de la realidad). En esa incursión de la imaginación y la emoción, el lector se asume no sólo como un descifrador de letras, sino también como un escritor y como un autor, de modo que al final el examen de sus emociones lo conduce —maravilla de maravillas— a la creación de la historia.

                                                                                                                              No ad for you

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