Una conversación con la señora Etelvina Vargas inspiró estos pensamientos sobre una fuente de paz no muy resaltada en este quinto aniversario de la firma del Acuerdo de Paz, a saber, la veneración por el medio y sus gentes. En el mercado de Villa de Leyva, desde muy temprano, ella abre su puesto de cucharas de palo y cestería. Le compramos unos magníficos canastos de esparto que lleva desde Cerinza, una vereda de Sogamoso, a donde viaja cada semana en el camioncito que maneja su hijo. Para mejorar el negocio, cuando cumplió siete años, su mamá comenzó a mandarla a que vendiera en la plaza del pueblo. Para ese entonces, no había las galerías con marchantas y marchantes de corroscas y sombreros campesinos. Iba metiendo la plata que recibía en una bolsita de lana que se colgaba del cuello, así la desesperara la piquiña, y cuando el sol la acosaba, se resguardaba bajo una de las buganvilias que existían cuando el parque era de tierra.
¿Cómo habría sido esa extensión arborizada? No hemos alcanzado a documentar cuándo tuvo lugar el ecocidio que la despejó, pero sí que en 1968 comenzaron a empedrar el pueblo. ¿Esas obras dan cuenta de que el urbanismo también inventa tradiciones? En este caso sería la historia de que las calles empedradas vienen de la colonia.
En una pizzería nos topamos con más fabulaciones. Valiéndose del léxico tan de moda, la mesera nos explicó que “lo del tema del bistro es por la tradición de las abuelas boyacenses”, y que por eso “el tema del horno de leña, para ofrecer pizzas ancestrales”. Por detrás del lugar se desplegaba una especie de chorizo con comederos que ofrecían platos europeos o los tradicionales que popularizaron los asaderos de la vecina Sutamarchán, cuyas cocineras aseguran preparar la mejor longaniza del mundo. Hicimos el recorrido, pensando cómo habría sido de bello ese zaguán con sus geranios, pero sin el atiborre de avisos de neón y parlantes vomitadores de malumas a altísimos decibeles. Zaguanicidios y paticidios sirven de imanes para nubes de turistas que suben y bajan curioseando las chucherías chinas que ofrecen los almacenes abiertos en lo que otrora fueron las salas de las casas originales.
En Sáchica planeábamos volver a sus cuevas de pintura rupestre, pero nos aconsejaron que mejor conserváramos el recuerdo de 2009. A los alrededores de lo que ya debería ser un parque arqueológico, decenas de cuatrimotos de alquiler erosionan mientras que —como en todos esos municipios— circulan a toda velocidad, como si no se tratara de un frágil ecosistema de bosque seco andino. De esa inconciencia eco-patrimonial ya habíamos sido testigos cuando ingresamos al templo doctrinero de San Lorenzo y vimos que a una pintura —esa sí colonial— le habían perforado el lienzo para ponerle con tachuelas la ficha descriptiva, mientras que a las tallas del altar vecino las habían restaurado con esmalte brillante Pintulux rojo y dorado.
Todo esto nos recordó la frustración que sufrimos cuando fuimos a Tunja a visitar los Cojines del Zaque. En 1963, el profesor Gerardo Reichel-Dolmatoff y doña Alicia Dussán habían llevado hasta allá a sus alumnos de arqueología de Colombia, y quise volver a experimentar la emoción de entonces. Las enormes lajas de lo que había sido tabernáculo donde los muiscas adoraban al sol ahora les servían de cimiento a varias casas. Dentro del perímetro cercado para proteger las piedras habían echado basuras que contradecían el sentido de la placa conmemorativa de la entrada.
Ya regresando de nuestra primera salida post-vacunación plena, nos volvieron a impactar los invernaderos, que ahora se multiplican hasta por las montañas de Samacá. A cada uno le hacen su reservorio de aguas lluvias para volverlas tomates, sin que importe la deshidratación del suelo.
Cumplidos estos cinco años de haber firmado en el Teatro Colón el Acuerdo de Paz, ajustado a los requisitos del No, mucho se ha publicado sobre los puntales políticos de la reconciliación y la no repetición, pero no tanto acerca de esas pedagogías del respeto que llevarían a superar la persistente depredación ambiental, patrimonial y humana. Cuando en nuestra cotidianidad reverenciemos al ambiente y a sus gentes tendremos más posibilidades de convivir sin apelar a la violencia.
* Profesor del programa de Antropología de la Universidad Externado de Colombia.