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El viaje de Alexander Grothendieck

Javier Moreno
15 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

En noviembre de 1967, a sus treinta y nueve años, Alexander Grothendieck viajó por veinte días a Hanoi a hablar y hacer matemática.

Contexto #1: Un año antes, Grothendieck había ganado la medalla Fields, el prestigioso galardón que la comunidad matemática internacional otorga a sus jóvenes más prometedores. La suya, sin embargo, era una promesa más que cumplida: para ese entonces Grothendieck llevaba ocho años de trabajo intenso en París al frente de un equipo desperdigado por todo el mundo. Su propósito principal era adecuar la geometría algebraica (la geometría de objetos descritos por ecuaciones polinómicas) a los retos propuestos por Weil en 1949 en una serie de conjeturas que traducían la temible Hipótesis de Riemann (impenetrable desde 1859: un millón de dólares se ofrecen hoy por su cabeza) a contextos finitos. Para 1965 ya había resuelto una de ellas. El resto caería una década más tarde bajo la contundencia de su obra.

Contexto #2: en 1967 Vietnam está hundido en la guerra. Aunque el movimiento popular contra ella crecía en Occidente, Hanoi era bombardeada incesantemente. Lyndon Johnson todavía creía que podía vencer.

Dado lo anterior, reformulemos la primera frase: en noviembre de 1967, a sus treinta y nueve años, uno de los matemáticos activos más influyentes del mundo, en la cima de su carrera, viajó por veinte días a una Hanoi bajo fuego a hablar y hacer matemática. Allí encontró a una comunidad de entusiastas que perseveraban en su trabajo pese a las dificultades políticas y económicas y el riesgo que corrían sus vidas. Su tenacidad era admirable.

Grothendieck, que en su niñez sufrió muy de cerca la segunda guerra mundial (su papá, veterano de la guerra civil española, murió en Auschwitz), había vivido aislado de la realidad por casi veinte años. De regreso a Francia, transformado por el viaje, inició un proceso de conscientización social que en 1970 lo llevó a tomar la decisión de abandonar la academia (le parecía mezquina y cínica) para dedicarse a causas políticas y ecológicas (le preocupaba sobre todo la amenaza de las armas nucleares). En 1980 aceptó un trabajo como profesor en la Universidad de Montpellier para sostenerse. En 1988 rechazó el Premio Crafoord, una especie de Premio Nobel de matemática, en una carta donde señalaba las desigualdades, perversiones y arbitrariedades del modelo de financiación científica. En 1990, tras jubilarse, se retiró a una granja en los Pirineos, donde vive alejado del mundo y concentrado en la escritura. Pocos conocen su paradero. Este 28 de marzo cumple ochenta y cinco años.

A Grothendieck lo han tachado de loco por abandonar la matemática de repente. Un episodio místico durante los años ochenta contribuyó a popularizar esa idea. Este diagnóstico apresurado ha servido para ignorar, pese a su pertinencia, su preocupación sincera por el sistema científico, que sentía abocado a la deshumanización egoísta. Mi impresión es que Grothendieck no desvariaba: sólo intentaba ser consecuente con lo que pensaba. Sus observaciones sobre la sociedad científica son aún valiosas y merecen atención.

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