El nombre de Soplaviento, que por fortuna se escapó a la tradición toponímica judeocristiana, parece un invento de don Quijote de la Mancha en sus aventuras de hidalguía errante. La diferencia es que aquí, en estas tierras al norte del departamento de Bolívar, donde alguna vez las locomotoras rezongonas del ferrocarril Cartagena-Calamar atemperaron la sed de sus calderas, el ingenioso hidalgo se llamaba Catalino Parra. Era pescador y trovador. No luchó contra los vientos que soplaban en su pueblo natal. Los domesticó en su cabeza, con sus manos y en su garganta, y fundó melodías naturales para que luego los estudiosos y los hacedores de nación hablaran, trascendentes, de identidad y de patrimonio nacional.
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