El prejuicio es atrevido. Crea espíritus temerarios. Muchos se siguen arropando con la retórica fácil cuando se trata de desacreditar ciertas iniciativas o desconocer la relevancia de algunos lugares del mundo en vez de comprometerse con la profundidad de análisis. En estos días hemos acudido a la puesta en escena de opiniones prejuiciadas. A la estereotipia cómoda, popular… al lugar común. Se trata, una vez más, de África. Tal parece que gran parte del mundo no ha podido superar la imagen victoriana que se construyó de este continente en plena hegemonía de imperios en el siglo XIX. Es como si los países africanos –sobre todo los del África subsahariana–, fueran simplemente una masa de gente negra en las que el devenir histórico no generó ninguna trasformación y simplemente se conservaron como una especie de piezas museales a las que de paso se les resumió su rica y variada historia milenaria a la del período de la infame trata esclavista.
En esta estrechez mental, por supuesto, no cabe que una gira diplomática colombiana de alto nivel visite ningún país africano porque simplemente esos territorios no tienen el respeto como naciones. Para algunas mentes tales cartografías solo inspiran el chiste flojo, el análisis prejuiciado. Es penoso. A veces ni siquiera sirven los argumentos. No es suficiente con decir que Colombia tiene mucho que aprender e intercambiar con el Ministerio de Derechos Humanos de la República Democrática del Congo o con las experiencias museográficas de reparación del Museo del Apartheid en Johannesburgo y el Museo de Robben Island en Ciudad del Cabo o incluso con las apuestas vanguardista del Museo de Arte Contemporáneo Africano –Zeitz MOCCA– , también en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), en el que –no sobra decirlo– hace poco estuvo como invitado el artista afrocolombiano Oscar Murillo.
Tampoco es suficiente decir que la Unión Africana –UA– con sede en Etiopía, que desde el 2002 reemplazó a la Organización de la Unidad Africana (OUA, 1963-1999) –en la que convergen los 55 países del continente africano–, tiene como principal meta la colaboración para el crecimiento y el desarrollo económico del continente. Precisamente puso este tema como centro de su política y no el de la “descolonización y la eliminación del apartheid” –que tanto fastidiaba a aquellos que comparten pensamiento con los que critican el acercamiento de Colombia a África–, que era la prioridad del organismo anterior.
Es paradójico. El hecho más importante de los doscientos años de democracia política en Colombia que nos pone en el escenario mundial como una nación civilizada, es que una mujer como Francia Márquez haya logrado convertirse en vicepresidenta de la nación. Esto es, créanme, lo más importante que tenemos para mostrarle al mundo, porque sin duda es lo más trascendental que ha ocurrido en la vida política de este país desde su construcción como república. Pero aquí seguimos desgastándonos en un parroquianismo preñado de prejuicios.
Quizá sabrán de la importancia de lo que ahora está ocurriendo con el paso de los años, pero tendrán que vivir con la amargura de haber construido a pulso los barrotes de la cárcel de prejuicios que les impide sumarse a lo que demandan los nuevos tiempos.