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                                                                                                                              El insepulto

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                                                                                                                              Foto: Cortesía

                                                                                                                              He leído En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez, una, y otra, y otra vez.

                                                                                                                              En la primera lectura asistí a la pálida reanimación de un ídolo, el holograma de un estilo que solo mantiene por fogonazos la exuberante maestría de otros días. En la segunda me vi ante el espectro de un campeón venido a menos que no logra noquear ni ganar por puntos. La tercera, tras leer el prólogo de los hijos y el epílogo del editor, me dio la impresión de una exhumación de restos a la que acudimos a conmemorar y comer del muerto.

                                                                                                                              En agosto nos vemos flaquea porque, incluyendo a la protagonista, la factura de los personajes es endeble, al igual que las relaciones y escenas que se desarrollan. El directo responsable de esto es el narrador, que no consigue insuflarles sustancia y espesor. De Ana Magdalena Bach es poco lo que sabemos, se dice que recibe un sueldo de maestra, pero nunca la vemos enseñando. Madre otoñal, tiene un matrimonio “bien avenido” con un hombre que, amén de tener un nombre rimbombante, calza a la perfección en el molde hiperbólico que Gabo suele aplicar a sus criaturas: bien educado, guapo, fino, gigantesco, excelente músico y seductor, “campeón universitario de todo”, “nadie contaba un chiste mejor que él”.

                                                                                                                              Para conmemorar la muerte de su madre, Ana Magdalena le lleva flores cada año al cementerio isleño donde está enterrada. En el octavo aniversario repite el viaje y se concede una noche de placer con un extranjero que conoce en el hotel donde se aloja. A partir de ahí se desencadena la trama, consistente en que Ana procurará un hombre diferente durante cada visita a la isla.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Errático y repetitivo, el narrador hace ver errática a la protagonista, quien al compartir el segundo trago con su primer amante “lo conocía entonces como si hubiera vivido con él desde siempre”, para darse cuenta al amanecer “de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre”. Al segundo amante “lo conocía como si fuera desde siempre” a la mitad del tercer valse, pero páginas después leemos que “Nunca se preocupó por saber quién era él”.

                                                                                                                              También suenan repetitivas las efusiones eróticas, en las que Ana Magdalena invariablemente yace en una sopa de sudor y sucumbe “en un abismo feliz”. A la primera embestida del segundo amante, “sin aire y empapada en un sudor helado”, sintió “una conmoción atroz de ternera descuartizada” y se entregó “al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura”, una alusión que remite a la escena en que José Arcadio penetra a la gitana con la que abandona Macondo en Cien años de soledad: “Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Es difícil entender cómo el editor no advirtió, por ejemplo, que la relación de Ana y Doménico Amarís, su esposo, aparece descrita dos veces en términos casi idénticos: “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron por parecer uno solo” (pág. 44) y “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y él la conoció tan a fondo que terminaron por ser uno solo” (pág. 80).

                                                                                                                              Tampoco es claro cómo, en la página 31, Ana despierta al primer amante con “el resplandor de su cuerpo ensopado”, y acto seguido este suelta un resuello áspero y se aparta dormido. Una incongruencia similar a la de la página 61, cuando Ana deduce que su segundo amante no pasa de los treinta años porque no sabe bailar bolero, mientras que poco antes ha danzado con cínica maestría “tres valses al modo antiguo”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Hay algo de vampiresco en todo este asunto, y no es solo por el hecho de que los herederos hayan decidido resucitar editorialmente a su padre diez años después de muerto. La propia novela da claves en este sentido. No en balde la protagonista lee y comenta Drácula, la novela de Bram Stoker. Tampoco es gratuito que su segundo amante sea descrito como un “vampiro triste”, y, sobre todo, resulta definitivo que el libro concluya con un desenlace de ultratumba.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Coincido con Pedro Adrián Zuluaga cuando afirma que suspender “el juicio crítico ante una novela escrita por un maestro en su crepúsculo no solo sería traicionar de fondo a la literatura, sino al propio García Márquez”, pero discrepo de su apreciación de que el final del libro constituye “una magistral vuelta de tuerca”. Por el contrario, me parece forzado y melodramático que Ana Magdalena termine por descubrir que su madre también viajaba a la isla en pos de amores furtivos, lo cual la lleva a asumir que “el milagro de su vida era haber continuado la de su madre muerta”. De ahí que, mientras a Pedro Adrián le resulta sublime esa fatal identidad, a mí me resulta necrofílicamente bochornosa la escena de la exhumación.

                                                                                                                              Cada cual tiene derecho a opinar y a disentir. No obstante, en esta controversia, como señala Zuluaga, gravita el consenso de que En agosto nos vemos no está a la altura de los mejores libros de Gabo. Pese a que en las librerías quieran promocionar la novela como “el acontecimiento literario de la década”, deberíamos considerarla más bien como “el fenómeno comercial del momento”, apalancado en las pingües reliquias del Nobel insepulto.

                                                                                                                              En agosto nos vemos es la nueva novela de Gabriel García Márquez.
                                                                                                                              Foto: Cortesía

                                                                                                                              He leído En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez, una, y otra, y otra vez.

                                                                                                                              En la primera lectura asistí a la pálida reanimación de un ídolo, el holograma de un estilo que solo mantiene por fogonazos la exuberante maestría de otros días. En la segunda me vi ante el espectro de un campeón venido a menos que no logra noquear ni ganar por puntos. La tercera, tras leer el prólogo de los hijos y el epílogo del editor, me dio la impresión de una exhumación de restos a la que acudimos a conmemorar y comer del muerto.

                                                                                                                              En agosto nos vemos flaquea porque, incluyendo a la protagonista, la factura de los personajes es endeble, al igual que las relaciones y escenas que se desarrollan. El directo responsable de esto es el narrador, que no consigue insuflarles sustancia y espesor. De Ana Magdalena Bach es poco lo que sabemos, se dice que recibe un sueldo de maestra, pero nunca la vemos enseñando. Madre otoñal, tiene un matrimonio “bien avenido” con un hombre que, amén de tener un nombre rimbombante, calza a la perfección en el molde hiperbólico que Gabo suele aplicar a sus criaturas: bien educado, guapo, fino, gigantesco, excelente músico y seductor, “campeón universitario de todo”, “nadie contaba un chiste mejor que él”.

                                                                                                                              Para conmemorar la muerte de su madre, Ana Magdalena le lleva flores cada año al cementerio isleño donde está enterrada. En el octavo aniversario repite el viaje y se concede una noche de placer con un extranjero que conoce en el hotel donde se aloja. A partir de ahí se desencadena la trama, consistente en que Ana procurará un hombre diferente durante cada visita a la isla.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Errático y repetitivo, el narrador hace ver errática a la protagonista, quien al compartir el segundo trago con su primer amante “lo conocía entonces como si hubiera vivido con él desde siempre”, para darse cuenta al amanecer “de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre”. Al segundo amante “lo conocía como si fuera desde siempre” a la mitad del tercer valse, pero páginas después leemos que “Nunca se preocupó por saber quién era él”.

                                                                                                                              También suenan repetitivas las efusiones eróticas, en las que Ana Magdalena invariablemente yace en una sopa de sudor y sucumbe “en un abismo feliz”. A la primera embestida del segundo amante, “sin aire y empapada en un sudor helado”, sintió “una conmoción atroz de ternera descuartizada” y se entregó “al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura”, una alusión que remite a la escena en que José Arcadio penetra a la gitana con la que abandona Macondo en Cien años de soledad: “Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Es difícil entender cómo el editor no advirtió, por ejemplo, que la relación de Ana y Doménico Amarís, su esposo, aparece descrita dos veces en términos casi idénticos: “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y se conocieron tanto a fondo que terminaron por parecer uno solo” (pág. 44) y “Ana Magdalena se había adaptado a él, se hizo como él, y él la conoció tan a fondo que terminaron por ser uno solo” (pág. 80).

                                                                                                                              Tampoco es claro cómo, en la página 31, Ana despierta al primer amante con “el resplandor de su cuerpo ensopado”, y acto seguido este suelta un resuello áspero y se aparta dormido. Una incongruencia similar a la de la página 61, cuando Ana deduce que su segundo amante no pasa de los treinta años porque no sabe bailar bolero, mientras que poco antes ha danzado con cínica maestría “tres valses al modo antiguo”.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Cada cual tiene derecho a opinar y a disentir. No obstante, en esta controversia, como señala Zuluaga, gravita el consenso de que En agosto nos vemos no está a la altura de los mejores libros de Gabo. Pese a que en las librerías quieran promocionar la novela como “el acontecimiento literario de la década”, deberíamos considerarla más bien como “el fenómeno comercial del momento”, apalancado en las pingües reliquias del Nobel insepulto.

                                                                                                                              Por John Galán Casanova

                                                                                                                              Poeta y ensayista bogotano. Premio nacional de poesía joven Colcultura, 1993. Premio internacional de poesía "Villa de Cox", 2009.
                                                                                                                              Ver todas las noticias
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