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La impostura uribista

Jorge Iván Cuervo R.
07 de febrero de 2014 - 04:25 a. m.

El colombianólogo Malcolm Deas dice de Uribe en entrevista a María Jimena Duzán en la revista Semana que “era un presidente que necesitaba Colombia. Después de él hay un antes y un después”.

 Por otra parte, cada vez son más quienes aceptan que la política de seguridad democrática de los gobiernos de Uribe fue necesaria para tener a las Farc negociando en la Habana. Lo dice la propia Claudia López en entrevista al Espectador: “Si no les hubiéramos dado la batalla a las Farc, las tendríamos dándonos plomo y no en la Habana negociando”.

Ante la prolongación del conflicto y su degradación de la mano del narcotráfico y el paramilitarismo, un régimen como el de Uribe era inevitable ante la incapacidad del sistema político de derrotar la guerrilla y de desactivar los conflictos sociales que dieron lugar a ese escenario de permanente insurrección. Guardadas las proporciones, Uribe habría sido nuestro Fujimori, y lo que él representa caló bien en varios sectores políticos y sociales del país. Las élites políticas tradicionales habrían aceptado que un discurso y una propuesta como la implementada por él en sus épocas de gobernador en Antioquia era lo que necesitaba el país.

Ante el imaginario de Estado fallido que se respiraba en la víspera de la elección en 2002, gracias a la gran frustración del Caguán en el gobierno de Andrés Pastrana - ante lo cual hoy pasa de agache en su nueva alianza con Uribe-, según la idea de Deas, Uribe era inevitable y la dinámica democrática así lo determinó.

Ocho años no fueron suficientes para derrotar a las Farc, pero sí para cambiar la correlación de fuerzas en favor del Estado, que ha servido a Santos para negociar, razón por la cual Uribe no debería sentirse traicionado y más bien considerarse un artífice estratégico de los diálogos. Los ocho años de Uribe trajeron un balance desigual habida cuenta del deterioro que se produjo sobre la institucionalidad, especialmente con la introducción de la reelección presidencial y haber puesto el Estado al servicio de una causa política. Los falsos positivos fue la expresión más dramática de esa idea según la cual todo vale con tal de acabar con las Farc.

Ahora Uribe encarna un movimiento caudillista que se opone al proceso de negociación y está dispuesto a tensionar al establecimiento político hasta el punto improbable de hacer inviable un horizonte de paz al convertirse en una minoría obstruccionista en el Senado, una especie de Tea Party criollo.
La derecha tiene el derecho de sentirse representada en el uribismo – es preferible que hacerlo en el paramilitarismo- pero a lo que no tiene derecho es a presentarse como defensores de causas en las que no creen y por la cuales no han luchado nunca.

Denunciar la impunidad, el clientelismo estatal – la mal llamada mermelada-, reclamar garantías para hacer política, escandalizarse por las chuzadas, ponerse del lado de las víctimas y hasta promover la paz y abogar por la decencia a la hora de hacer política, entre otras imposturas, no le corresponde al uribismo. No es creíble, no es serio.
Que jueguen con sus cartas y pidan los votos por lo que creen y no por lo que les conviene, es el mínimo gesto de consistencia política que se les pide.
@cuervoji

 

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