La mayor ironía de nuestro tiempo, y también la más triste, es que EE. UU. tiene exactamente el presidente contrario del que se necesitaba en este momento de crisis.
Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.
La mayor ironía de nuestro tiempo, y también la más triste, es que EE. UU. tiene exactamente el presidente contrario del que se necesitaba en este momento de crisis.
No siempre fue así. Charles Krauthammer, quien murió hace un par de años, señaló que EE. UU. había tenido una suerte providencial a lo largo de su historia, especialmente en los momentos más críticos. A mediados del siglo XIX, cuando el país parecía partirse en dos y el odio entre la ciudadanía alcanzaba niveles extremos, llegó Abraham Lincoln, quien unió a la nación, acabó con la esclavitud e impidió que el experimento democrático fracasara. Cuando el mundo sufría la mayor crisis política de los años 60, llegó John F. Kennedy, una figura juvenil y carismática que animó a la nación a soñar en grande y a soñar junta. Y cuando la mayor tormenta económica y militar amenazaba la supervivencia de la civilización occidental, llegó Franklin Delano Roosevelt, quien rescató el país de la Gran Depresión y contribuyó, en forma definitiva, a derrotar el fascismo en la Segunda Guerra Mundial.
Ahora, sin embargo, cuando el país requería con apremio el liderazgo de una persona sabia y guiada por la compasión, lo que tiene es un aspirante a tirano que odia. Que odia a los latinos, a los afroamericanos, a los inmigrantes, a los árabes y a los chinos, a todo grupo social que no sea blanco y rico, y que no le rinda pleitesía. Que desprecia la ciencia, que aborrece la lectura, que le eriza la diversidad y que rechaza la pluralidad. Justamente cuando más se necesitaba la unión del país, Trump se empeña en dividirlo y en incendiar la polarización. Ahora que la pandemia está desbocada, arrasando con la salud nacional, y que era urgente mostrar un apoyo resuelto a los médicos y a los expertos del tema, Trump desdeña las medidas más básicas para proteger a la población, incluyendo el uso de máscaras, propone tesis lunáticas y suicidas como remedios caseros y el consumo de detergentes para combatir el virus, y además opina ahora que el COVID-19 simplemente va a desaparecer. Cuando más teníamos que acudir a la ciencia para reducir el calentamiento global, Trump se mofa de los científicos. Cuando más se requerían alianzas internacionales para enfrentar amenazas mundiales, Trump insulta a los aliados e inventa peleas con los socios más antiguos y cercanos, y eso incluye al pacífico país de Canadá. Defiende la bandera que enarboló el sur durante la guerra civil, fustiga el movimiento BLM y espolea el racismo. Trump, en fin, sólo es capaz de ofrecer la fuerza destructiva del odio.
Debería estar pasando lo contrario. Nuestras diferencias deberían ser celebradas y no detestadas. La pluralidad de nuestras ideas no debería dividirnos sino enriquecernos. La variedad de nuestros rasgos de identidad debería aumentar el esplendor de la diversidad, en vez de ser motivo para el rechazo y la discriminación. No puede ser que en pleno siglo XXI el presidente de EE. UU. fomente el racismo, desprecie la ciencia, ataque la pluralidad y destruya alianzas perentorias.
Parece que esa buena estrella de la que hablaba Krauthammer se ha desvanecido en EE. UU. Porque lo que más se necesitaba en esta crisis histórica es lo contrario de lo que hay. Y el costo se está midiendo en un número creciente de enfermos y de muertos.