Los hechos recientes de la vereda El Remanso, en Putumayo, no tienen, por parte del Estado, más que una reafirmación de la versión inicial del Ejército y una defensa enceguecida a la institucionalidad contra todas las imágenes y evidencias que siguen llegando contra el parte oficial. No aceptarán nunca que esta nueva catástrofe humana provenga de sus filas, aunque todo siga incrementándose con pruebas sobre su negacionismo y la dimensión del escándalo alcance nuevamente las alturas de una noticia internacional, como los crímenes de guerra que se estarían cometiendo no solo ahora en el Este de Europa, donde tiene puesta la atención primaria el presidente Duque para recalcar sus compromisos humanos desde el poder. El frívolo hombre del cargo más decisivo en Colombia intenta despejar los horrores bajo su nombre con tácticas sutiles de política internacional.
Las escenas de los caídos en la vereda, de acuerdo con los indicios periodísticos en la zona, sin las influencias ni directrices de las fuerzas del orden, fueron alteradas. El grupo armado que llegó a la zona lo hizo con prendas ajenas al ejército. Los dineros del bazar fueron robados y los muertos tenían, horas después de ser trasladados de su último lugar, prendas y armas sospechosamente impuestas para la foto del parte de gloria. Alias Bruno, jefe de las disidencias en la región que intentaban detener en el operativo, nunca fue abatido ni capturado y, aunque haya caído en el lugar un personaje turbio, ninguna fuerza oficial puede matar a discreción para afianzar los resultados de sus operaciones. Y si lo hacen estarían incurriendo en crímenes de guerra sin posibilidad a la duda o a la retórica de la justificación. Las prendas de civiles del grupo armado y las alteraciones solo acumulan la gravedad de las dimensiones, y coinciden con las tácticas conocidas desde los tiempos del 2006, cuando el modus operandi repetía las evidencias de cuerpos vestidos con uniformes de grupos subversivos, botas trocadas y armas impuestas como dotación adicional que intentaban reforzar la culpabilidad de los muertos.
El ministro Molano se ha resistido a renunciar a su cargo desde los escándalos recientes y absolutamente indefendibles, y ha intentado sortear su responsabilidad política entre la oscuridad con discursos de evasión, y con la pompa de un tono sacramental en defensa de los símbolos de las fuerzas armadas que representa. Pero ahora todos los sustentos que pretendía usar a su favor para resistir la debacle se han derrumbado con el propio peso del desastre. Molano y el presidente Duque están anclados en el cinismo más puro y autodestructivo para no conceder una baja más entre otro escándalo a pocos días de las elecciones presidenciales. Saben que todo está en su contra y no entregarán una cabeza más en el desprestigio para que el candidato de sus filas, Federico Gutiérrez, pueda tener afectaciones en sus cifras de favorabilidad. Tal como lo hicieron en los años más oscuros del estallido público de los falsos positivos, eufemismo que se repitió con jerga militar para eludir con timidez la realidad escabrosa de los crímenes de guerra, seguirán repitiendo la única orden bajo la tormenta: nada ha sucedido aquí, y si hubiera sucedido, los responsables son soldados que no acatan las ordenes claras de los altos mandos humanistas que no tendrán nunca la culpa del analfabetismo de sus subordinados. Esa era la teoría repetida por el General Montoya, años después de una cifra infernal que parece repetirse con toda la impunidad estatal: 6.402.