El último sofisma

Juan David Ochoa
18 de mayo de 2019 - 07:00 a. m.

El fiscal más oscuro y peligroso de la historia de Colombia renunció al mediodía del pasado miércoles, una hora después de que la JEP ordenara la libertad inmediata de Jesús Santrich por falta de pruebas contundentes sobre los tiempos de su delito. En una rueda de prensa ambientada por la solemnidad patriotera y ampulosa de su personalidad, argumentó su renuncia irrevocable por dignidad, por su amor al Estado de derecho y por respeto a la entidad que representó durante los últimos tres años como máximo investigador nacional del crimen y el delito. Todas las razones y los argumentos que usó para su renuncia fueron justamente los que violentó y denigró mientras pudo sostenerse entre el pantano y la ruina de su destrucción. No tuvo la dignidad de abandonar su cargo cuando los audios más comprometedores en el caso Odebrecht lo dejaron en evidencia como previo conocedor del fraude; no respetó a las víctimas y los muertos que dejó a su paso el escándalo sin su interés. No tuvo el mínimo escrúpulo en seguir defendiendo su insostenibilidad entre los escombros de una institución de la que ahora no queda nada. La risa de hiena que soltó mientras conocía los graves delitos hasta ahora impunes la siguió demostrando con su ineficacia mientras pudo hacerlo entre sus despachos de silencio y custodia.

Ante las nuevas directrices de la Corte Suprema sobre sus incapacidades como máximo investigador sobrecargado de intereses y entuertos, esperaba el momento preciso para lanzar otra mentira más que matizara las razones principales de su huida; su renuncia es el escape de un cobarde que ante el incendio sigue negándose a aceptar su responsabilidad y ha preferido destrozarlo todo ante la nueva justicia que ha aparecido en el tiempo para adelantar las investigaciones que nunca hizo. La JEP le había pedido justamente a su despacho la revelación de las pruebas contundentes en el caso Santrich, y ante el profundo silencio y la enorme ineficacia su captura se hizo insostenible con las también ausentes pruebas que los Estados Unidos prometieron enviar sin resultados. Su libertad cumple la lógica de los principios básicos del derecho, y es el mismo derecho que ahora rechaza el fiscal caído para justificar su dignidad. Esperaba el contexto más atractivo entre el amarillismo del resentimiento con las viejas guerrillas para usarlo a su favor y desaparecer entre el ruido y el humo para siempre, dejando a su rastro el encubrimiento a las más altas esferas del delito y a los nombres que siguen esperando la lealtad del establecimiento por tradición.

Su cargo y la institución se redujeron al escombro y a un basural abierto que seguirá ocupado por una larga sucesión de nombres que tendrán que acostumbrarse a la putrefacción y a los secretos peligrosos. No hay posibilidad alguna en restaurar ahora la confianza de una entidad que debía tener la más delicada representación y el más justo de sus oficios. Néstor Humberto Martínez se va traicionando su carrera y los principios del Estado, mintiendo insistentemente hasta el último recurso de su experticia y jurando contra todas las pruebas y las luces que se va por honor y por orgullo, como el último sofisma de un canalla.

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