Encuestas

Juan David Ochoa
19 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.

Aunque el denominador común de las encuestas de opinión haya fallado estrepitosamente en casi todos los momentos cruciales de la historia moderna, aparecen inevitablemente de nuevo, ciclo tras ciclo y año tras año en todas las regiones del mundo donde el día definitivo llega tras las extensas campañas de las promesas y los juramentos. Y aunque sea tan evidente que responden a distintos modelos, intereses y contextos, y que varían con la volatilidad de las cometas entre los vendavales de la emoción, siguen estando en el centro de la discusión pública, y todos enfocan su atención a los repuntes de sus candidatos elegidos o a la caída de sus contendores.

Pareciera no importar mucho el enorme margen de error que guardan en sus cálculos, ni los extraños impulsos y movimientos de los candidatos en las distintas escalas de porcentajes en plazos sospechosos, ni la tradición de sus fracasos. Solo en los últimos tres años, las encuestas más prestigiosas hicieron un papelón monumental midiendo las tendencias de los eventos electorales que hicieron estallar el orden mundial y otras elecciones opacadas por esos mismos estruendos: fracasaron con el brexit, con Trump, con el plebiscito que refrendaba el Acuerdo de Paz en Colombia, con Carlos Alvarado en Costa Rica, con Mario Abdo Benítez en Paraguay. Se equivocaron todas después de la soberbia ridícula de sus emisores, que defendían la infalibilidad de los números y el esquema riguroso de unas preguntas métricamente definidas para inducir al encuestado a unos impulsos mecánicos de honestidad.

A Winston Churchill le atribuyeron la frase más exacta sobre el misterio en cuestión: “Solo me fío de las estadísticas que yo, personalmente, he manipulado”. Y ese es justo el pensamiento cercano de los candidatos que aceptan la fiabilidad de las encuestas que los favorecen, y niegan con sorna las que marcan sus caídas. Es la balota permanente que trastoca las tendencias con patrones misteriosos que solo pueden ser aceptados por la fe y por los suspiros del optimismo.

Pero el patrón más conocido y tradicional tiene nombre propio; ha sido usado por todos los sectores empresariales que tienen en sus barajas las plataformas que alcanzan la susceptibilidad de la opinión hasta invertirlas por terrorismo mediático o por seducción delicada: el interés privado tras las encuestas como instrumento político. No hace falta mayor ilustración para saberlo. La favorabilidad estadística a un candidato X puede ser usada como método de espanto para favorecer la desbandada favorable hacia un candidato Y, o puede ser usada como método de contagio para atraer a los escépticos y a los snobs que buscan siempre montarse en los carros de la victoria. Pero el final es siempre impredecible cuando confluyen todas las razones y motivos humanos que una encuesta aritmética no puede prever: los votos vergonzantes, los conversos, los untados, los votos maquinales de presión, los vacilantes, los amenazados, los abstencionistas súbitamente arrepentidos que destrozan todos los cálculos y los patrones de la costumbre. Siguiendo el mismo patrón, las encuestas que intentan medir la opinión en Colombia ante la próxima elección presidencial del 27 de mayo son tan confiables como los siglos de esta larga historia del aturdimiento.

 

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