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Niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado colombiano

Julián de Zubiría Samper
19 de julio de 2022 - 05:01 a. m.

La semana pasada invité al profesor Arturo Charria para que compartiera su experiencia en la Comisión de la Verdad con docentes de 45 colegios públicos de Bogotá. Arturo es el coordinador del capítulo de niñas, niños y adolescentes, así que su experiencia es muy valiosa para cualquier educador. Fruto de su presentación y de la lectura del documento “No es un mal menor”, estas son las reflexiones que quiero poner en diálogo con mis lectores.

Haber estado en esos lugares en mi adolescencia buscando a mi padre en un montón de cadáveres me hizo decir «este país está mal». Este país no puede seguir permitiendo que más jóvenes sigamos viendo cadáveres como si fueran animales tirados en un hueco. Esas imágenes que le quedan a uno en la cabeza, yo quisiera que nunca en la vida nadie, ninguna persona, las tuviera que vivir. - Sebastián, niño campesino, desplazado a los once años desde Lejanías, Meta

Entre 1985 y 2019, la guerra en Colombia nos dejó nueve millones de víctimas. ¡Uno de cada cinco colombianos fue afectado directamente por el desplazamiento, el secuestro, la muerte, la desaparición o el despojo! En este lapso, cerca de ocho millones de personas tuvieron que abandonar su lugar de origen, lo que tristemente nos convirtió, según ACNUR, en el país del mundo con mayor desplazamiento interno en la última década. Más de tres millones de niñas, niños y adolescentes tuvieron que salir corriendo durante la noche porque sus padres estaban siendo amenazados, alguno de ellos había sido asesinado o en la zona se acababa de perpetrar una nueva masacre.

El desplazamiento forzado siempre está precedido por violaciones sistemáticas a los derechos humanos, pero, para desgracia humana, es tan solo un eslabón de la cadena de violencias en la que niñas, niños y adolescentes van perdiendo sus derechos. Por lo general, las familias desplazadas llegan a lugares marginales de las ciudades a convivir con nuevas violencias ligadas con la delincuencia, el narcotráfico, el hambre y el desarraigo. Pierden de esa manera el entorno protector que les brindaba el contexto regional y cultural en el que habían convivido con sus familiares. También dejan atrás la familia extensa, los vecinos y los amigos. Al perder la protección comunal, las niñas y niños serán más fácilmente víctimas de violencia sexual. Sin embargo, la guerra no les dejó opción distinta. Para proteger su vida, tuvieron que abandonar el caserío. Ellos se retiraron de sus escuelas, mientras sus padres perdieron sus tierras, su historia y su cultura.

Según el informe de la Comisión de la Verdad, ocho millones de hectáreas fueron despojadas entre 1995 y 2004. ¿En manos de quién están? ¿Quién es hoy su propietario? El conflicto armado en Colombia condujo a una gigantesca “reforma agraria”, pero hecha al revés: les expropiaron la tierra a los campesinos que menos tenían y esta se concentró en muy pocas manos. Por eso tenemos uno de los niveles de concentración de tierras más altos del mundo. Se mide entre 0 y 1; se llega a 1 cuando toda la tierra está en manos de una persona. ¡En Colombia el índice Gini en la propiedad rural es de 0,902!

Si tuvimos cerca de 500.000 adultos asesinados entre 1985 y 2018, uno o dos millones de niñas y niños tuvieron que vivir la desaparición forzada o el asesinato de alguno de sus padres. Les faltaron padres y madres que los escucharan y consintieran, y hermanos con quienes compartir ideas, amigos, juegos, expresiones afectivas y discusiones. La mayoría de ellos fueron criados en la soledad y en el total abandono estatal. El ICBF, por ejemplo, solo comenzó a registrar la orfandad en la que vivían cuando se aprobó la Ley de Víctimas en 2011. Antes, todos estos hijos de la guerra no existían, no tenían nombre ni acudientes. Eran N.N. Llegaron a ser considerados un “daño colateral”, e incluso, “máquinas de guerra”. Eso es indignante a nivel ético, ya que nadie les puede borrar su condición de víctimas.

La Comisión de la Verdad estima que, entre 1990 y 2017, cerca de 32.000 niñas, niños y adolescentes fueron reclutados por los grupos armados, en especial por las FARC y muy particularmente mientras se realizaron los diálogos del Caguán. En ese periodo, uno de cada diez adolescentes en la zona fue reclutado. Tanto el gobierno de Andrés Pastrana como las FARC, mientras hablaban de paz, se preparaban para ganar la guerra, una guerra que todos perdimos, pero muy especialmente los campesinos.

Ya lo dije en mi columna anterior, pero no paro de aterrarme del aterrador dato que encontré en el informe de la Comisión de la Verdad: el 90% de quienes fueron asesinados eran campesinos desarmados que intentaban sobrevivir en medio del conflicto, y en el caso de los asesinatos cometidos por paramilitares esta cifra asciende al 98,5%.

Hoy quiero destacar la tragedia que vivieron las niñas, los niños y los adolescentes campesinos. Ellos perdieron las oportunidades mientras se dilapidaban los recursos del Estado para la educación y la salud en la corrupción y la guerra (Colombia tiene la segunda inversión más alta de América en la defensa, tan solo superada por EE. UU.). Más grave aún: el miedo y los diversos grupos armados les arrebataron a los menores de edad la niñez, la felicidad y la esperanza.

La escuela fue un objetivo político y militar por parte de todos los actores armados. FECODE presentó el informe “La vida por educar” ante la JEP y la Comisión de la Verdad sobre los asesinatos y amenazas a 6.119 docentes entre 1986 y 2010 en el marco del conflicto armado. Así mismo, la Comisión registró 881 casos de escuelas y comunidades educativas atacadas entre 1980 y 2021. El Ejército usó las escuelas como espacios para entrenamiento militar, descanso y trincheras. La guerrilla las usó principalmente para reclutar y adoctrinar, y los paramilitares las utilizaron para controlar y vigilar a la comunidad.

Fue especialmente triste el caso del colegio Nuestra Señora del Rosario, ubicado en Charalá, Santander. Allí los paramilitares financiaron reinados en los que participaban las niñas del colegio para que el comandante escogiera las que serían violadas con la complicidad de la rectora y el llanto profundo y silencioso de ellas y de sus madres. También crearon colegios para que los adolescentes aprendieran a asesinar y utilizar las motosierras. Son daños casi irreparables provocados a la salud mental y emocional de las nuevas generaciones; para sanar exigen un esfuerzo conjunto y prolongado de las entidades del Estado y de los diversos educadores. La Comisión estima que solo se ha cumplido en el 5% de los casos. Es una tarea tan necesaria como compleja y lenta. Por eso tenemos que iniciarla cuanto antes.

Una y otra vez debemos volver a la pregunta central que el informe le plantea a la sociedad: ¿por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral?

La violencia ejercida contra las niñas, niños y adolescentes no es un daño colateral ni es un mal menor, como sigue creyendo una parte de la sociedad. Es una vergüenza, una verdadera tragedia humana y social de dimensiones impensables cometida por todos los actores del conflicto. Por eso tiene la razón nuestra nueva ministra de Cultura cuando decía en una reciente entrevista: “No habrá paz ni cambio posible sin transformación cultural”. Esa es la recomendación con la que culmina el capítulo de Hallazgos del Informe (Pág. 881). En conjunto con los artistas, los educadores estamos llamados a impulsar esta transformación cultural. Al fin y al cabo, todas las guerras degradan la vida humana, y el papel esencial de un educador es y siempre será, ayudar a formar mejores seres humanos. Hoy la historia nos exige luchar por la paz grande.

Entre 1985 y 2018 en Colombia, 28.192 niñas, niños y adolescentes fueron desaparecidos de manera forzada por los diversos actores del conflicto armado (¡Un número similar a los adultos desaparecidos durante la dictadura militar de Jorge Videla en Argentina entre 1976 y 1983!). Al mismo tiempo, 64.084 fueron asesinados, 6.049 fueron secuestrados y, como ya dije, 3 millones fueron desplazados. Al ver estos crueles y tristes registros de la tragedia que han vivido los menores, tenemos que concluir que tiene la razón Sebastián –el niño campesino desplazado de Lejanías, Meta, con quien inicia el capítulo de niñas, niños y adolescentes– cuando decía que este país estaba mal y que esas experiencias que le quedan a uno en la cabeza después de ver la barbarie nunca en la vida nadie, ninguna persona, las debería tener que vivir.

Aun así, no hay que olvidar lo que decía Hemingway: “La lluvia se detendrá, la noche terminará, el dolor se desvanecerá. La esperanza nunca está tan perdida que no se puede encontrar”. Todo indica que esta trágica historia ha comenzado a cambiar y que el informe de la CV ha mostrado el camino al señalar que hay futuro si hay verdad. La tarea de educadores y artistas es garantizar que no haya repetición, y para eso necesitamos que el informe se conozca en todas las escuelas del país, se discuta en las aulas de bachillerato y se comprenda para favorecer la empatía, la sensibilidad y el pensamiento crítico de las próximas generaciones. Y que todos nuestros artistas sigan creando música, teatro y plástica, hasta que los colombianos aprendamos a amar la vida. Hoy nos parece imposible alcanzarlo. Mañana diremos “¿por qué no iniciamos esta lucha desde antes?”.

P.D.: En este enlace pueden consultar los cuatro primeros volúmenes publicados por la Comisión de la Verdad. En las próximas semanas saldrán los seis tomos pendientes.

* Director del Instituto Alberto Merani (@juliandezubiria)

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