En 1984, el gran entomólogo, sociobiólogo y doble ganador del Premio Pulitzer, Edward O. Wilson, retomando la idea de Erich Fromm según la cual el ser humano tiene un condicionamiento psicológico que lo atrae naturalmente hacia la vida, acuñó el término biofilia.
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En 1984, el gran entomólogo, sociobiólogo y doble ganador del Premio Pulitzer, Edward O. Wilson, retomando la idea de Erich Fromm según la cual el ser humano tiene un condicionamiento psicológico que lo atrae naturalmente hacia la vida, acuñó el término biofilia.
Biofilia es la tendencia innata que nos conecta a los humanos con la naturaleza y con la vida, siendo este instinto producto de nuestra evolución biológica y parte de los mecanismos que le aseguran a los animales eusociales - tales como el ser humano - aquella sensibilidad y conexión estrecha con el medio ambiente, la cual es imprescindible para su supervivencia.
Propuesta por uno de los científicos más importantes del último siglo, la biofilia ha sido desarrollada, adaptada e incorporada por saberes tan diversos como la psicología evolutiva, los estudios medioambientales, la ciencia política, la geografía humana y el diseño urbanístico. En los últimos años los diseños biofílicos tales como los bosques urbanos, y los edificios y fachadas verdes, han ido ganando popularidad en grandes capitales, demostrado sus bondades en materia económica, de conservación energética, sostenibilidad ecológica y arquitectónica y, sobre todo, incidiendo positivamente en la salud mental de los ciudadanos.
Los árboles son necesarios para el bienestar de los habitantes de cualquier ciudad pues, además de lo anterior, un árbol adulto puede absorber hasta 150 kilogramos de dióxido de carbono al año, secuestrando el carbono y filtrando el oxígeno. No ocurre lo mismo con los árboles jóvenes (como aquellos de no más de metro y medio con los que la administración de Bogotá está reemplazando los árboles que ha talado), pues su capacidad de retención y procesamiento de CO2 es tan solo una fracción de la de los árboles adultos.
Un árbol maduro también contribuye a mitigar la contaminación de fuente no puntual, que es aquella que producen las lluvias al arrastrar consigo partículas contaminantes y desperdicios químicos a fuentes de agua potable y que se desplaza a través de los materiales impermeables propios de la urbe como el concreto y el cemento. Los árboles (entre más frondosos mejor) capturan el agua lluvia contaminada actuando como mini reservorios de acumulación, sedimentación y filtración a través de sus hojas y ramas, así como de su sistema de raíces.
Los beneficios que brinda un árbol adulto no se pueden reemplazar por los de un árbol joven, por lo que la proporcionalidad de reemplazo tras la tala no puede ser uno a uno (ni uno a seis o a diez, siguiendo la lógica de la Alcaldía). En otras palabras, talar un árbol adulto es perder 30 o 40 años para que crezca y pueda desarrollar todo su potencial
Empero, nada de lo dicho hasta acá será tenido en cuenta por el alcalde Enrique Peñalosa.
Obnubilado por una arrogancia sin par que le impide ver que sus políticas son vetustas y van en contravía con las actuales tendencias urbanísticas medioambientalmente sustentables (por ejemplo, aferrándose a los combustibles fósiles para Transmilenio, o a los plásticos para usarlos en los céspedes artificiales de sus canchas y en los ahogadores de árboles de los andenes), el alcalde de Bogotá continúa imponiendo una visión unívoca, malsana y limitada de Bogotá; una Bogotá 40 años menos biofílica y por tanto cada vez más invivible.
@Los_Atalayas, atalaya.espectador@gmail.com