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                                                                                                                              Lo bello y lo triste

                                                                                                                              LA NIÑA NO TENDRÍA MÁS DE SEIS años y me observaba intensamente. A su lado, un niño algo mayor que ella, de pelo hirsuto y rostro oliváceo como el de la niña, también aguardaba la llegada del bus.

                                                                                                                              La curiosidad de la niña despertó la mía en el preciso momento en que llegó el Transmilenio que me había de llevar a mi destino. Siete de la mañana. Hora pico. Mientras las hordas descendían sin conmiseración del bus, noté que una mujer, en la que no me había fijado antes pero que había estado esperando cerca de nosotros, le hacía dos rápidas advertencias al niño mientras que su mano pesada y ruda acariciaba tiernamente el mentón y el rostro de la niña.

                                                                                                                              No hubo tiempo para más. La madre dio media vuelta y se marchó a otro módulo de la estación; los niños se cogieron de la mano y, silenciosamente, entraron conmigo al bus. Encontraron un puesto vacío y ambos se sentaron, calladitos. ¿A dónde irían? ¿Cómo se devolverían? ¿Cuántas veces habrían tenido que viajar solos sin su madre? El bus se desocupó al llegar al Portal Norte, donde una oleada de personas se vertió estrepitosamente. Por la ola fui llevado y sólo alcancé a ver a los dos hermanos que, calladitos y cogidos de la mano, luchaban por ir en dirección contraria a la de la mayoría de la gente que casi les pasaba por encima. No los vi más.   

                                                                                                                              Cualquier estación de Transmilenio a las 7 de la mañana es un hervidero humano. Tumultuosa. La tensión se siente por doquier pues se acumulan miles de frustraciones, afanes y preocupaciones en cada uno de quienes avanzamos dificultosamente a través de las masas palpitantes que forman nuestros congéneres. Nuestro egoísmo aumenta la desazón y la impotencia genera violencia. No percibimos a nadie más, sólo a nosotros mismos. Y el consuelo que nos queda es hundirnos en el diario infecto de la chabacanería y la desinformación que, por ser de distribución gratuita, se convierte en la escapatoria hacia un ensimismamiento más pronunciado, hacia una soledad cada vez más agresiva. Miramos pero no vemos. Alrededor nuestro se agolpan otros como nosotros, pero los ignoramos: debemos hacerlo para protegernos de la realidad obtusa que nos toca y nos cuesta vivir, porque en cada uno de los adustos rostros a nuestro alrededor se refleja nuestra propia miseria; por eso, secretamente, odiamos a nuestros vecinos de infortunio. Las escasas risas que, de cuando en vez, se escuchan allí provienen de situaciones vulgares que se salen de la cotidianidad del tumulto y que alimentan el morbo y la futilidad de la situación. En Transmilenio algunos ríen pero nadie sonríe y este es tan sólo parte del precio que hemos de pagar por entrar a la modernidad.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Sin embargo, casi imperceptiblemente, ocurren miles de historias dentro de estas atestadas estaciones. Algunas de ellas verdaderamente conmovedoras; algunas muy bellas y tristes, como la de dos niños cogidos de la mano, luchando por no ahogarse dentro del torrente anónimo mientras que su madre, con el corazón en la mano (¡Aquella y cuántas otras mañanas! ¡Aquella y cuántas otras madres!) se aleja de ellos en el bus que marcha en dirección contraria.

                                                                                                                              Ese día, al llegar a mi destino, me enteré de la muerte de aquel a quien llamaban Mono Jojoy. Cada vez pienso menos en esa muerte: bien habría podido ser uno más de ese mundo que vi devorando a aquellos niños en una estación de Transmilenio

                                                                                                                              atalaya.espectador@gmail.com

                                                                                                                              LA NIÑA NO TENDRÍA MÁS DE SEIS años y me observaba intensamente. A su lado, un niño algo mayor que ella, de pelo hirsuto y rostro oliváceo como el de la niña, también aguardaba la llegada del bus.

                                                                                                                              La curiosidad de la niña despertó la mía en el preciso momento en que llegó el Transmilenio que me había de llevar a mi destino. Siete de la mañana. Hora pico. Mientras las hordas descendían sin conmiseración del bus, noté que una mujer, en la que no me había fijado antes pero que había estado esperando cerca de nosotros, le hacía dos rápidas advertencias al niño mientras que su mano pesada y ruda acariciaba tiernamente el mentón y el rostro de la niña.

                                                                                                                              No hubo tiempo para más. La madre dio media vuelta y se marchó a otro módulo de la estación; los niños se cogieron de la mano y, silenciosamente, entraron conmigo al bus. Encontraron un puesto vacío y ambos se sentaron, calladitos. ¿A dónde irían? ¿Cómo se devolverían? ¿Cuántas veces habrían tenido que viajar solos sin su madre? El bus se desocupó al llegar al Portal Norte, donde una oleada de personas se vertió estrepitosamente. Por la ola fui llevado y sólo alcancé a ver a los dos hermanos que, calladitos y cogidos de la mano, luchaban por ir en dirección contraria a la de la mayoría de la gente que casi les pasaba por encima. No los vi más.   

                                                                                                                              Cualquier estación de Transmilenio a las 7 de la mañana es un hervidero humano. Tumultuosa. La tensión se siente por doquier pues se acumulan miles de frustraciones, afanes y preocupaciones en cada uno de quienes avanzamos dificultosamente a través de las masas palpitantes que forman nuestros congéneres. Nuestro egoísmo aumenta la desazón y la impotencia genera violencia. No percibimos a nadie más, sólo a nosotros mismos. Y el consuelo que nos queda es hundirnos en el diario infecto de la chabacanería y la desinformación que, por ser de distribución gratuita, se convierte en la escapatoria hacia un ensimismamiento más pronunciado, hacia una soledad cada vez más agresiva. Miramos pero no vemos. Alrededor nuestro se agolpan otros como nosotros, pero los ignoramos: debemos hacerlo para protegernos de la realidad obtusa que nos toca y nos cuesta vivir, porque en cada uno de los adustos rostros a nuestro alrededor se refleja nuestra propia miseria; por eso, secretamente, odiamos a nuestros vecinos de infortunio. Las escasas risas que, de cuando en vez, se escuchan allí provienen de situaciones vulgares que se salen de la cotidianidad del tumulto y que alimentan el morbo y la futilidad de la situación. En Transmilenio algunos ríen pero nadie sonríe y este es tan sólo parte del precio que hemos de pagar por entrar a la modernidad.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ese día, al llegar a mi destino, me enteré de la muerte de aquel a quien llamaban Mono Jojoy. Cada vez pienso menos en esa muerte: bien habría podido ser uno más de ese mundo que vi devorando a aquellos niños en una estación de Transmilenio

                                                                                                                              atalaya.espectador@gmail.com

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