La papa fue domesticada a orillas del lago Titicaca hace más de 8.000 años. Además de las siete especies cultivadas (cada una con cientos de subespecies identificadas hasta hoy), hay casi 200 variedades silvestres, todas originarias de América. La domesticación de la papa hizo posible que muchos pueblos andinos precolombinos alcanzaran la seguridad alimentaria cientos de años antes del contacto con los europeos, e incluso fue uno de los factores que posibilitaron el surgimiento y la consolidación del gran Imperio inca. Además de los grandes cereales, son pocos los productos agrícolas que por sí solos pueden garantizar el mínimo vital de subsistencia requerido para asegurar la seguridad alimentaria. La papa es uno de ellos.
La domesticación hizo posible que las variedades silvestres Solanum brevicaule fuesen perdiendo poco a poco la desagradable amargura que las caracteriza y adquirieran las características de productividad, tamaño, sabor y color que identifican a las miles de variedades de papas domésticas que hoy se cultivan en los Andes. En el siglo XVI, tras el contacto con los europeos, la papa fue introducida en el Viejo Mundo como parte del intercambio transatlántico que transformó los ecosistemas europeos y americanos, y gracias a su adaptabilidad comenzó a ser cultivada allí, acomodándose a condiciones estacionales diferentes de las originarias. Esta adaptabilidad hizo posible una profunda transformación de la cultura gastronómica europea y permitió que se conjurará el peligro del hambre en el hemisferio norte.
Importar papa en Colombia es literalmente llevar leña al monte. Es absurdo importar papa de Bélgica, un país que subsidia buena parte de su producción agrícola para garantizar su propia soberanía alimentaria —lo cual debería ser el objetivo primordial de cualquier Estado moderno— y además genera excedentes de producción baratos, en su gran mayoría de papa procesada, congelada y de baja calidad que, por lo mismo, vende a aquellos países, como Colombia, que no tienen en cuenta calidades ni otras consideraciones, sino únicamente precios bajos.
El costo de producir papa en Colombia es uno de los más altos del mundo, argüirán los profetas del cortoplacismo neoliberal para justificar el exabrupto que significa importar papa europea. Aunque el argumento es real si se piensa solamente en hoy, es irresponsable pues limita las posibilidades de mejora en la infraestructura de transporte y distribución, así como, y quizás es lo más importante, desestimula la investigación y desarrollo de otros productos, como las papas nativas, cuyo valor agregado se da en exclusividad, variedad y calidad, pudiendo ser competitivas en los mercados internacionales y una fuente de ingresos importante para el país.
Pacha negra, violeta, richi roja, estrella morada, alca rosa… en Colombia se conocen más de 400 variedades de papas nativas. Sin embargo, parte del problema es que sólo se comercializan a gran escala no más de cinco (pastusa, tocarreña, criolla, sabanera y quizás un par más). Las otras, las nativas, tienen colores, formas, texturas y sabores muy diversos y están en vía de desaparecer porque el gran público desconoce su existencia. En estos tiempos de crisis en los que se ve amenazada la seguridad alimentaria, no solo en Colombia sino en el mundo, invertir en nuestras papas no sólo contribuiría a solventar los problemas internos derivados de la misma coyuntura, sino que nos podría poner en una posición ventajosa frente a los mercados internacionales. Podríamos ofrecer no solo un producto competitivo, sino con el valor agregado de su diversidad y exclusividad, si se fomenta el cultivo y la comercialización de nuestro inexplorado tesoro papero.