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Entre líneas

Los ojos de una madre

Juliana Muñoz Toro
02 de diciembre de 2022 - 11:00 a. m.

El dilema de la madre es que es el amor más grande y, otras veces, el más asfixiante. Pero cuando tantas vidas, y amor, y peleas han pasado, tal vez llega el momento en que nos volvemos las madres de nuestra madre.

En la premiada novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de Tatiana Ţîbuleac (Impedimenta, 2019), el joven protagonista dice odiar a su madre y solo valorar en ella la belleza de sus ojos verdes. La odia, en realidad, porque la ha amado. La ha amado y ella no ha estado allí. La ha amado, pero ahora ella entra a su cuarto sin tocar la puerta y le pide que se quede ahora, cuando se les ha acabado el tiempo: “Los ojos de mi madre eran historias no contadas”, “Los ojos de mi madre eran brotes a la espera”.

En esos momentos, cuando vida se revela corta y hermosa, es cuando vemos más de cerca. O más lentamente. “El paraíso —para mí, al menos— significaría vivir una y otra vez aquellos pocos días como si fuera la primera vez”, comenta el protagonista, quien empieza a abrir su coraza en aquella casita de verano. El último verano. “Rebobinar ese verano como una cinta y volver al día en que vino —gorda y bajita— a recogerme en la escuela por su cumpleaños. Desodiarla y decirle que tenía unos ojos preciosos antes de que ella me lo preguntara”.

Desodiar a la madre. Desodiarla aunque nunca se le haya odiado. Esto es: contemplarla, en el sentido de observar y en el sentido de cuidar. Cuidarla, cuidándose. Dice el narrador: “Mi madre fue la primera mujer desnuda que tuve entre mis brazos” y “nunca habría pensado que llegaría a dar de comer a mi madre con una cucharita o a hacer otras cosas que había empezado a hacer esos días. Tal vez si hubiéramos nacido al revés —yo la madre y ella el hijo— todo habría salido mejor”.

Desodiarla o, mejor, volverla a amar como cuando niños. Es haber escuchado sus historias una y otra vez. O escucharlas, al fin, sin juzgar. Recibir un cumplido como “te he querido, Aleksy, te he querido como he podido”. Decirle lo de los ojos preciosos, o cualquier otra verdad, como por ejemplo “te he querido, madre, te he querido como he podido”.

Amar es, en palabras de la locuaz Ţîbuleac, dar a luz: “Me crece el vientre y alumbro a una madre sin cáncer limpia por dentro como un jarrón esmaltado, mi madre me alumbra de nuevo, no estoy loco”.

Y cuando no quede más por decir, apreciar el silencio sabiendo que sigue ahí. O que estuvo ahí.

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