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                                                                                                                              No estamos en 2002

                                                                                                                              A Enrique Buenaventura, el fallecido dramaturgo caleño, le dijo, por allá en los 90 del siglo pasado, su esposa Jacqueline, francesa ella, que se fueran a vivir a París, de huida de esto por acá tan violento, y Enrique no vaciló en responderle: “No me siento capaz de vivir en un país que no esté en guerra”.

                                                                                                                              En ese momento, como sus amigos creíamos que nuestra guerra era endémica, la ocurrencia de Enrique nos pareció divertida y la repetíamos como gran cosa. Así de nihilistas estábamos hacía mucho rato, y nos quedaba demasiado aún para seguir estándolo. Parecíamos esos bardos angustiados de “La Gruta Simbólica”, liderados por Julio Flórez, que consumían ajenjo y alcohol e iban de noche al Cementerio Central mientras el país se hacía trizas con la Guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá.

                                                                                                                              Cuando se firmó el Acuerdo de Paz de La Habana, pusimos entonces cara de armisticio, de puro siglo XXI, y entrábamos a los ascensores y las tiendas esperando encontrar una euforia cívica que recordábamos de las películas al terminar las grandes conflagraciones. Una sensación de posguerra se nos vino encima: lo habíamos logrado. Pero no, aquello se vino abajo con el plebiscito ese, cuando ganó el No, contra nuestros pronósticos y los de las encuestas. Hablar de paz de ahí en adelante, otra vez, se volvió cosa de cuchicheos y conspiraciones, aun cuando hasta la víspera lo vergonzoso era reconocer que se estaba contra ella. No fueron las encuestas, pues, las que se equivocaron, sino que mucha gente votó al escondido de su conciencia, sin reconocerlo, sorprendiéndose de su victoria al resultar ganadores. A los jefes que habían ordenado el abandono de las armas, comenzó a arrinconárseles y a tirárseles piedras y huevos. Y a muchos de los de sus tropas, a acribillárseles en las esquinas oscuras.

                                                                                                                              La frase de Enrique terminó siendo una maldición. Mucho más ahora cuando, no obstante estar vigente un acuerdo de paz nuevecito, no nos atrevemos a estrenarlo, como esas muñecas caras que se les regalaban a las niñas y que no se las dejaban gozar a plenitud por exhibirlas en una vitrina: no tocar. En cambio, la atracción por la guerra, por simple inercia, volvió a estar al día, muy al gusto de todos, o de la mayoría ahora legitimada por la victoria del domingo 17 de junio. He llegado a pensar que los tres periodistas ecuatorianos asesinados en la frontera con ese país constituyen un alivio para quienes venían echando de menos las diligencias forenses, las bolsas plásticas con cuerpos descompuestos que son subidos a los helicópteros. ¿Se volvieron adictos a esa estética mortecina los colombianos? Bueno, y a su decorado, que se puso en marcha de nuevo, muy temprano, el lunes siguiente a ese 17 de junio ingrato: la orden a las bancadas (las propias del CD y las que se le pegaron a última hora al candidato ganador) para que congelaran los trámites de la JEP en el Congreso hasta cuando el presidente electo se aplaste en su solio dentro de 50 días, el inicio del fracking (en Tota, Boyacá), los encerramientos policiales (a 300 jóvenes que departían en el parque del Periodista, en Medellín), y, cómo iba a faltar, la presentación en sociedad de los drones para empezar las aspersiones de glifosato en zonas cocaleras.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              A Enrique Buenaventura, el fallecido dramaturgo caleño, le dijo, por allá en los 90 del siglo pasado, su esposa Jacqueline, francesa ella, que se fueran a vivir a París, de huida de esto por acá tan violento, y Enrique no vaciló en responderle: “No me siento capaz de vivir en un país que no esté en guerra”.

                                                                                                                              En ese momento, como sus amigos creíamos que nuestra guerra era endémica, la ocurrencia de Enrique nos pareció divertida y la repetíamos como gran cosa. Así de nihilistas estábamos hacía mucho rato, y nos quedaba demasiado aún para seguir estándolo. Parecíamos esos bardos angustiados de “La Gruta Simbólica”, liderados por Julio Flórez, que consumían ajenjo y alcohol e iban de noche al Cementerio Central mientras el país se hacía trizas con la Guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá.

                                                                                                                              Cuando se firmó el Acuerdo de Paz de La Habana, pusimos entonces cara de armisticio, de puro siglo XXI, y entrábamos a los ascensores y las tiendas esperando encontrar una euforia cívica que recordábamos de las películas al terminar las grandes conflagraciones. Una sensación de posguerra se nos vino encima: lo habíamos logrado. Pero no, aquello se vino abajo con el plebiscito ese, cuando ganó el No, contra nuestros pronósticos y los de las encuestas. Hablar de paz de ahí en adelante, otra vez, se volvió cosa de cuchicheos y conspiraciones, aun cuando hasta la víspera lo vergonzoso era reconocer que se estaba contra ella. No fueron las encuestas, pues, las que se equivocaron, sino que mucha gente votó al escondido de su conciencia, sin reconocerlo, sorprendiéndose de su victoria al resultar ganadores. A los jefes que habían ordenado el abandono de las armas, comenzó a arrinconárseles y a tirárseles piedras y huevos. Y a muchos de los de sus tropas, a acribillárseles en las esquinas oscuras.

                                                                                                                              La frase de Enrique terminó siendo una maldición. Mucho más ahora cuando, no obstante estar vigente un acuerdo de paz nuevecito, no nos atrevemos a estrenarlo, como esas muñecas caras que se les regalaban a las niñas y que no se las dejaban gozar a plenitud por exhibirlas en una vitrina: no tocar. En cambio, la atracción por la guerra, por simple inercia, volvió a estar al día, muy al gusto de todos, o de la mayoría ahora legitimada por la victoria del domingo 17 de junio. He llegado a pensar que los tres periodistas ecuatorianos asesinados en la frontera con ese país constituyen un alivio para quienes venían echando de menos las diligencias forenses, las bolsas plásticas con cuerpos descompuestos que son subidos a los helicópteros. ¿Se volvieron adictos a esa estética mortecina los colombianos? Bueno, y a su decorado, que se puso en marcha de nuevo, muy temprano, el lunes siguiente a ese 17 de junio ingrato: la orden a las bancadas (las propias del CD y las que se le pegaron a última hora al candidato ganador) para que congelaran los trámites de la JEP en el Congreso hasta cuando el presidente electo se aplaste en su solio dentro de 50 días, el inicio del fracking (en Tota, Boyacá), los encerramientos policiales (a 300 jóvenes que departían en el parque del Periodista, en Medellín), y, cómo iba a faltar, la presentación en sociedad de los drones para empezar las aspersiones de glifosato en zonas cocaleras.

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