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Saturno entre las sombras

Lorenzo Acosta Valencia
12 de marzo de 2015 - 04:51 a. m.

La marcha nacional del pasado domingo vio diluido su propósito de reivindicar el carácter sagrado de la vida.

Presidente, ministros, alcaldes, entusiastas, ausentes. La marcha bien habría podido dar forma a un repudio nacional, sostenido y consciente de las herencias de la guerra, de no haber sido aprovechada por diversos sectores del país político —detractores y simpatizantes— como escenario de cálculos para ensayar las artes de la intriga y de la movilización con vistas a las elecciones regionales de octubre. La paz es claudicación ante las Farc; la paz tiene líderes necesarios para guiar a Colombia a la era del posconflicto…

En la reproducción de esas pugnas se concentró el cubrimiento general de la marcha, sin plantearse el panorama completo de los síntomas que le atañían. Semanas atrás se habían manifestado las comunidades de Florencia (Caquetá), de La Vega (Cundinamarca) y de Palmar de Varela (Atlántico) para repudiar la serie de homicidios de menores de edad que conoció el país en enero y febrero, esa que apenas ha trascendido las crónicas judiciales. La disputa por tierras habría justificado asesinar con tiros de gracia a cuatro hermanos; las retaliaciones contra los padres contemplan el asesinato cobarde de los menores en zonas alejadas, el desmembramiento y la decapitación; una madre habría degollado a los suyos, so pretexto de salvarlos de los vejámenes de la violencia sexual; otra más habría intentado envenenar a sus tres hijos en Putumayo, el pasado 4 de marzo.

Un lienzo oscuro subyace en aquellas impresiones dispersas de una guerra que ha circulado, perpetuado y degradado tantas violencias en la sociedad civil. Ya no es necesario formarse en los rigores sanguinarios de un Jojoy o de un Castaño para ejercer a la atrocidad en la vida cotidiana, en la íntima. Fueron 940 homicidios de menores en 2014; han sido 5.851 desde 2010 (Medicina Legal, ICBF, Agencia Pandi). Esos aprendizajes vinieron de la guerra, pero ya no se explican sólo en el marco de la guerra y no se cifran sólo en las bandas de quienes se nieguen a la desmovilización. Y así, en estos tiempos en que el Estado ha asumido la labor de impulsar las memorias del conflicto armado para devolverles a las víctimas algo de sus identidades cercenadas, los sucesos de las últimas semanas nos enseñan que no todo horror cabe en las narrativas de la transición hacia la paz con el enemigo.

‘Saturno devorando a su hijo’ (1823), una de las obras más dramáticas de Francisco de Goya, bien puede simbolizar nuestra enfermedad, brutal y apenas pronosticada. Una sola figura emerge terrorífica del negro: el gigante está desnudo, sus manos muy tensas asiendo el cadáver del hijo contra sus fauces. Es símbolo de la guerra, y lo es de la disgregación de la psique en tiempos en que los traumas de la sanguinaria invasión napoleónica profundizaban el sentido español de crisis. Los ojos blancos y dilatados de Saturno tocan al espectador, aterrorizados por su propio acto, embebidos en la avidez con que celebra el ritual de devorarse.

El lugar de Saturno en la conciencia colectiva del posconflicto está aún por definirse; desde sus tinieblas, que son las nuestras como sociedad, él nos interpela cómo construir una cultura de lo insacrificable.

 

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