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El triste y apacible Benedicto

Lorenzo Madrigal
09 de enero de 2023 - 05:30 a. m.

Era fácil imaginarlo en los tibios verdes del jardín vaticano, llevado de la mano del “buen Georg”, cuando el tiempo lo hacía posible, descansado el viejo cerebro de teologías, su tema; de direccionamientos morales, su punto de quiebre, no porque él fallara, pero con el que sus contradictores lo hundieron hasta la renuncia que fulguró como rayo de invierno. Y vimos el rayo que tocó la cúpula de San Pedro. Eso lo vimos, no es figurativo.

Sigo con Benedicto, así esté muy tocado el tema. Este nombre papal ya me era familiar. En mi casa no era raro escucharlo y hasta en una maravillosa foto de Benedicto XV, con muceta armiñada, se leían los nombres de mi madre y de mi tía Laura, en gótico. (“postradas a los pies de V. S., imploramos la bendición apostólica”). Estos recuerdos no son retazos de épocas de las cuales me sienta emancipado; no, buscaré de nuevo ese bonito documento (¿dónde está?) de bendición apostólica.

Magníficos acetatos y fotografías las de antaño. Qué nitidez, qué rasgos tan exactos pincelados con la mejor tinta y qué armoniosa verdad transmitían a su vista. También yo, posiblemente, repudié la llegada del pontífice alemán al trono de San Pedro, no tanto hasta pintarlo como diablo o como soldadote nazi de Segunda Guerra (de las SS). Viéndolo ahora, el inocente y plácido Benedicto XVI, con corte de pelo más cercano al Johnson de Reino Unido que a su antecesor número 15, este santo pastor, este tímido jefe de iglesia universal, en la dignidad de su renuncia y ahora en la dignidad de la muerte, es un ser querido, al que aprendí a amar en los últimos años. Pudiera llorarlo en la compañía de su gato y de su piano, en el fracaso grandioso de su carrera, en su impecable vida y muerte.

El triste y apacible Benedicto
Foto: Héctor Osuna

Recuerdo en este momento una fotografía de la revista Semana, en edición muy vieja, apenas pasado el final de la Segunda Guerra. Un joven, muy joven, soldado alemán (como pudo serlo Benedicto, incorporado a filas), lloraba desconsolado la derrota de su pueblo. Para mi espíritu, que era igualmente muy joven, este drama ajeno tuvo tal fuerza personal, que se me transmitió por ósmosis.

En tiempos de anhelar la paz, esta imagen de lo muy universales que somos como seres humanos pareciera destrabar odios históricos. Benedicto, en su distorsión entre guerra y paz, en su misma incapacidad de manejar multitudes, pero ni personal cercano, fue un ser inocente, estudioso, desadaptado. Su leve sonrisa casi no se percibía entre una boca pequeña y unos muy tímidos dientes madre perla, que apenas si podíamos verlos. Dolor me produjo, o acaso rabia, ver su mano tendida y rechazada cuando en su pueblo natal (Marktl, Baviera) algunos prelados católicos desconocieron su autoridad papal. En ese momento entendí que a Benedicto sólo le quedaba retroceder, sentarse al piano y morir.

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