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Paradojas que envilecen

María Elvira Bonilla
04 de octubre de 2010 - 12:53 a. m.

EL CASO EMBLEMÁTICO DE LA IMpunidad en Colombia es la masacre de Trujillo, en el norte del Valle del Cauca. En 8 años, entre 1986 y 1994, fueron asesinadas 342 personas con una sevicia difícil de imaginar. Ensayaron las formas más crueles de tortura sin propósito distinto a inferirles sufrimientos indescriptibles a las víctimas antes de matarlas. Trujillo fue la escuela de las prácticas de desmembramiento de cuerpos con la motosierra, de las castraciones, las uñas arrancadas con tenazas, de los cuerpos perforados con hierros candentes, de la desaparición de los cadáveres arrojados al Cauca con piedras en sus entrañas. Comportamientos demenciales y siniestros, que los paramilitares repetirían para sembrar el terror en cientos de lugares del territorio nacional. En Trujillo perfeccionaron el coctel explosivo de guerrilla, carteles de la droga, paramilitares, miembros de la Policía y del Ejército y para rematar, sectores de la política local y regional.

Horrorizado por tanta crueldad, un muchacho, Daniel Arcila, testigo de los horrores, decidió escribir con letras garrapateadas su testimonio y entregárselo la Procuraduría, entonces en cabeza de Alfonso Gómez Méndez. El documento le fue entregado al jefe de la oficina de investigaciones especiales, Pablo Elías González, quien abre la investigación. Pero la impunidad empieza su recorrido: cambia el gobierno, llega Carlos Gustavo Arrieta a la Procuraduría, el expediente entra en un largo sueño en los escritorios oficiales. El testigo, Daniel Arcila, desaparece. Lo encontrarían torturado y asesinado.

Esta historia es el nervio narrativo de El deber de Fenster, la obra de teatro escrita por Humberto Dorado y Matías Alvarado y dirigida por Nicolás Montero y Laura Villegas, que se presenta en el Teatro Nacional. Con una intensidad que paraliza, los actores Jairo Camargo y Daniel Castaño, apoyados en recursos audiovisuales para acentuar el peso documental del trabajo, le restriegan al público la indolencia social y la perversa manipulación de la realidad que puede hacerse para que no pase nada.

En contraste con esta pasmosa impunidad, hay otros casos en los que la autoridad actúa con verdadera saña. Por ejemplo, la sanción disciplinaria que acaba de proferir el procurador Alejandro Ordóñez contra la senadora Piedad Córdoba por sus contactos con las Farc. Sin evidencia distinta al rastro de unas conversaciones, sacadas de contexto, producto de las consabidas chuzadas telefónicas y de unos mensajes en clave del computador de un jefe guerrillero, el procurador Ordóñez, embriagado de poder, le decreta la muerte política por 18 años. Le cobra, con un sectarismo inaudito, el delito de creer en el diálogo con la guerrilla como camino para encontrar salidas humanitarias en lo inmediato y políticas a largo plazo, y por haber actuado en consecuencia, en una tarea encomendada por el ex presidente Uribe.

Realidades que envilecen a quienes tienen en sus manos la responsabilidad de ejercer justicia o vigilancia. Arbitrariedades que terminan por deslegitimar a la autoridad y a las instituciones, procurador Ordóñez.

 

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