Cada semana hay una entretención. Las últimas ya parecen seriados de Netflix. La primera dama lleva a los niños a pasear a Panaca en el avión presidencial y sigue sesudo debate periodístico del “tipejo peludo” y “la hipócrita”. Aida Merlano, heredera en el barrio del oficio de compra-votos, cae presa porque se atrevió a prestarles sus servicios a dos caciques electorales, Char y Gerlein, a la vez. Se fuga, cual maga encadenada, y cae en las garras de Maduro, el malo de la película.
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Cada semana hay una entretención. Las últimas ya parecen seriados de Netflix. La primera dama lleva a los niños a pasear a Panaca en el avión presidencial y sigue sesudo debate periodístico del “tipejo peludo” y “la hipócrita”. Aida Merlano, heredera en el barrio del oficio de compra-votos, cae presa porque se atrevió a prestarles sus servicios a dos caciques electorales, Char y Gerlein, a la vez. Se fuga, cual maga encadenada, y cae en las garras de Maduro, el malo de la película.
En medio de las diversiones semanales, la corrupción gorda se desliza como serpiente, silenciosa, por los vericuetos del poder. Se arrastra a sus anchas y va tragándose los impuestos de los colombianos, invisible, dejando carreteras a medio hacer y escuelas mal hechas. Las oportunidades que les arrebata a los pobres las convierte en lujos para los acomodados, como la cuatrimoto que se trajo del Japón el señor García, presumo, con la tajada que se sacó de la Ruta del Sol, y por lo cual está preso. Por cuenta de tantas mordidas, esa vía central se truncó por largo rato.
El huevo de esa serpiente está en la financiación de las campañas políticas. Por suerte, para los contribuyentes, por fin se están desarrollando instrumentos para que todos podamos hacer visible esa conexión entre campañas y contratación pública. La MOE, con su trabajo de muchos años, constata en el último “Democracias empeñadas” que por cada peso los donantes a campañas sacaron $39 en contratos.
El segundo y enorme aporte lo dieron Transparencia por Colombia y Datasketch, hace mes y medio, con su investigación “Elecciones y contratos”, parte del Monitor Ciudadano. El país escuchó —menos emocionado que con Aida— los titulares de sus revelaciones: que la tercera parte de los financiadores de las campañas de 2015 para entes territoriales y de 2018 para Congreso y Presidencia luego fueron contratistas del Estado y que la mayoría de los financiadores de la política consiguieron los contratos públicos sin concursar.
Su mayor contribución fue poner los datos a disposición del público. Hoy cualquier colombiano hastiado de la corrupción puede bajar estas bases de datos limpias e indagar cómo se entretejen contratistas y financiadores en su región o en el país.
Un vistazo rápido a un par de datos de Amazonas pinta un cuadro preocupante. El señor Albez tuvo contratos por $315 millones entre 2015 y 2017, y aspiró a la Cámara de Representantes en 2018 (no salió elegido); el señor Bedoya, con contratos de $378 millones entre 2016-2019, donó su gerencia a la campaña de un aspirante a la Cámara.
Los autores del estudio resaltan otros casos. Mauricio Mejía le dio un aporte de $40 millones a la campaña de 2015 del exgobernador de Santander Didier Tavera y obtuvo contratos directos por $785 millones. Jorge Olave le dio $53 millones, y a partir de 2016 consiguió contratos con la Gobernación de $2.778 millones, todos por contratación directa. Hugo Daza le dio $55 millones a la campaña del exalcalde de Riohacha Fabio Velásquez, y luego obtuvo 15 contratos con la Universidad de Riohacha y la Alcaldía por $2.213 millones.
También descubrió este estudio que personas en el Sisbén donaron $9,5 millones a campañas y tuvieron contratos por $274 millones cada uno. Obviamente huele a que hubo prestanombres para esconder el origen de los fondos (o que ricos se aprovechan del Sisbén).
La serpiente gorda de la corrupción se reproduce en las donaciones privadas a las campañas. Tenemos los datos. Empecemos a darle donde duele, y no donde, como en los sainetes de las aidas y los tipejos, ni le hacemos cosquillas.