Hace poco hubo un debate presidencial con una lamentable discusión acerca del comercio internacional. Todos, con la excepción de Alejandro Gaviria, estuvieron de acuerdo con aumentarle el precio a la comida de los colombianos más pobres con aranceles para “proteger el agro”.
Este debate, como si ya no fuese hora de superarlo, lo tuvo César Gaviria en su gobierno al inicio de los noventa con Rudolf Hommes y Ernesto Samper. ‘Ruddy’, como ministro de Hacienda, había empezado por acabar de un plumazo con la mafia de las “licencias previas de importación”, un permiso que le daban los políticos a sus compinches para enriquecerse a costillas del bienestar de los colombianos. Samper —no sorprende— se opondría a este y al resto de esfuerzos por internacionalizar la economía colombiana.
En Colombia tuvimos grandes avances con la reforma de los noventa, pero los grupos de interés han sido más hábiles que los consumidores en la pelea, y han logrado que abramos la economía por un lado reduciendo aranceles, pero que la cerremos, por el otro, con barreras no arancelarias. Como quien dice, si usted quiere traer una máquina para trabajar en su tienda, ya no tiene que pagar un impuesto del 40%, pero sí expedir un certificado de no sé qué cosa que le cuesta el 40% del producto o hacer un lobby que cuesta un 40% para estar incluido dentro de la lista de privilegiados. Lo cierto es que la economía colombiana hoy no es más abierta de lo que era hace décadas.
Y es una lástima, porque eso se traduce, por ejemplo, en que tomarse una botella de vino en Colombia cuesta ocho veces más que en el país de origen; y, cuando llega un cargamento, el empresario tiene que mandar por lo menos ocho formularios a distintas agencias para que no le quiten su mercancía. Ese ejemplo viene de un riguroso estudio del Banco de la República. Lo triste es que las propuestas de casi todos los candidatos para ese problema solo lograrán empeorarlo.
Sobre esto también ha hablado el Consejo Privado de Competitividad. En su más reciente informe anual, por ejemplo, señalaron que en Colombia tenemos una alta dispersión arancelaria, es decir, no hay un impuesto igual para todas las importaciones, sino que hay tasas distintas para cada cosa: que si la moto es grande, el impuesto tiene una tasa; que si es pequeña, tiene otra; que si la moto es roja, cambia la tasa; que si es eléctrica, hay que cambiarla. Eso resulta en un sistema que nadie entiende, que genera incentivos para el contrabando, que aumenta los costos de aduana y que hace casi imposible que seamos competitivos exportando.
Y como cereza al pastel, cayó la más reciente Misión Internacionalización liderada por Planeación Nacional. Algunas de las muchas recomendaciones consisten en revisar los altos aranceles y las medidas no arancelarias, especialmente las “bandas de precios” y “los fondos de estabilización de precios”. En la epidemia del proteccionismo, tenemos algo de inmunidad con los aranceles, pero estas nuevas variantes siguen enfermando la economía colombiana.
Este, al igual que muchos otros problemas de nuestra economía, está un tanto sobrediagnosticado. La victoria de César Gaviria en los noventa no fue gratuita: tenía en la oposición tanto a la izquierda de su partido como a los empresarios de vieja data, muchos de ellos con chequera de monopolio. La victoria llegó cuando el presidente volvió de un viaje a Ecuador con la convicción de escuchar a los técnicos que promovían la apertura. “Puede que Colombia entera piense lo contrario —le dijo a Ruddy— pero tienen razón… hay que acelerar la apertura”.
La historia, tanto antes de la reforma como después de la contrareforma, rima bastante.
El Banco de la República, el DNP y el Consejo Privado de Competitividad ya pusieron su parte técnica, pero nada de eso es suficiente sin voluntad política: por fortuna, Colombia tiene un candidato que no ha cedido al proteccionismo trasnochado. Tanto en los noventa como ahora, la solución se ha dejado ver en una sola frase: Gaviria, hay que acelerar la apertura.
Nota: En ese entonces, el principal asesor de Ernesto Samper era José Antonio Ocampo. Ocampo es hoy el economista principal de la campaña de Sergio Fajardo, y 30 años después sigue echando el mismo cuento.