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Asfalto mata potrero

Mauricio Botero Caicedo
20 de octubre de 2012 - 11:00 p. m.

La escueta noticia no ameritó más que estar en la página 19 de la edición de Portafolio del pasado 23 de agosto.

Pero para quien escribe esta columna, el informe divulgado por el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Hábitat) es de trascendental importancia: “Latinoamérica y el Caribe se consolidó como la región más urbanizada del mundo, con el 80 por ciento de su población viviendo en ciudades”.

En el artículo de la semana pasada afirmábamos: “Sin correr serios riesgos, una sociedad no puede planificar su futuro basándose en el acervo estadístico del pasado. Es el equivalente e diseñar los servicios públicos de una metrópoli con base en las necesidades que existían cuando la ciudad era un pueblo. Colombia es un país radicalmente diferente a lo que era hace 50 años: mientras la población se ha doblado, el porcentaje que habita en las ciudades ha pasado del 50 al 80 por ciento. Pero si las estadísticas de grado de urbanización no son suficientemente elocuentes, la tendencia de emigrar a la ciudad es irreversible, dado que el hombre es gregario, escogiendo vivir rodeado de sus congéneres”.

¿Por qué miles de personas —intelectuales, políticos, tecnócratas— siguen pensando que los problemas de Colombia están es en el campo y no en la ciudad? ¿Por qué decenas de columnistas afirman que la raíz de la violencia radica exclusivamente en el campo, porfiadamente desconociendo que la mayoría de los delitos y crímenes son urbanos? ¿Por qué el Gobierno acepta que el primer punto, por no decir el único punto, que debe negociar con las Farc es el futuro del agro colombiano?

Una posible respuesta es que los citadinos prefieren seguir manteniendo una serie de mitos que les permiten soñar con un pasado bucólico y rural. Uno de esos mitos es que los desplazados tienen como meta regresar a sus parcelas. La realidad es que en todos los estudios y encuestas, entre el 70% y el 80% de los desplazados afirman que no tienen la menor intención de volver al campo; y por más que en un inicio al desplazado le toque enfrentar el crimen y el hacinamiento, es muy poco probable que reverse su decisión. Un segundo mito es que hay enormes posibilidades de empleo en el campo y con solo modificar la tenencia y propiedad de la tierra, los desplazados abandonarán las urbes. El hecho es que parte importante de la agricultura moderna, con excepción de los frutales y las hortalizas, no es intensiva en mano de obra y hoy en día la propiedad en sí no es el factor determinante en la producción agrícola. El tercer mito, que no se compadece con la evidencia empírica, es que en Colombia hay desplazamiento forzoso por la violencia, pero escasa migración voluntaria del campo a la ciudad. Basados en los anteriores mitos, un importante número de personas comparten los argumentos falaces de la subversión de que con base en una reforma agraria drástica los campesinos masivamente regresarán al campo.

En reciente libro, City: A guidebook for the urban age (Bloomsbury, 2012), el autor inglés P.D. Smith relata que en un momento en 2008 la humanidad pasó de ser rural a urbana y que a mediados de este siglo el 75% de la humanidad habitará en las urbes. Para Smith, a los inmigrantes no sólo los atraen las oportunidades laborales, sino el acceso a la educación y salud. La urbe, piedra angular de la civilización, ofrece bastante más oportunidades en recreación, contacto social e intercambio de ideas que el campo.

Mientras los colombianos no aceptemos que los grandes retos del país hacia el futuro: generación de empleo; prestación de salud; suministro de vivienda; acceso a educación; infraestructura y la preservación del medio ambiente, están es en las ciudades y no en el campo, las posibilidades de resolver nuestros principales desafíos son remotas. Con miopía continuamos mirando el ayer para resolver los problemas del mañana.

 

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