“Por seis maravedís juraban 6.000 falsedades y quitaban 600.000 honras”. Francisco Rodríguez Marín
En una crónica del 2015, que empieza con la admirable cita de san Agustín: “El que no quiere ser vencido por la verdad será vencido por la mentira”, el periodista y narrador Juan Gossaín afirmaba: “La idea perversa de mentir en un testimonio es tan vieja como la humanidad. Recuerde usted cómo fue que Caín tuvo el descaro de negar lo que había hecho… Pero a nadie —ni siquiera a Herodes o a Hitler— se le ocurrió la aberración que está sucediendo en Colombia: crear una industria completa, que tiene hasta teléfonos propios, dedicada a preparar mentiras judiciales con el único fin de vendérselas al mejor postor. O al mejor impostor, para ser exactos. Ya tienen hasta tarifas; la más barata es para conseguir un traslado de cárcel. Solo falta que pongan un aviso en las páginas amarillas… Los falsos testigos se venden hasta por un plato de lentejas. Dicen que vieron sin haber visto, que estuvieron ahí sin haber estado o que se los contó Fulano, que es un muerto que no puede desmentirlos… En casi todos los países de América Latina un testigo dispone de seis meses para que cuente todo lo que sabe y pueda obtener rebajas. En Colombia es ilimitado. Hay testigos profesionales que llevan nueve años contando cosas y nunca terminan. Y la justicia los sigue oyendo…”. En juicios, como aquel a la senadora Nancy Patricia Gutiérrez, se descubrió que su acusador había aparecido ya en 15 procesos distintos.
En un estupendo libro, hablando de la Santa Hermandad y de los falsos testigos en el Medioevo, el escritor español José Deleito cuenta: “A finales del siglo XVI se les había prohibido salir al campo, pues allí eran más peligrosos que los bandidos. Guzmán de Alfarache dice: «Los santos cuadrilleros, en general, es toda gente nefanda y desalmada, y muchos, por muy poco, jurarán contra ti lo que no hiciste ni ellos vieron, más del dinero que por testificar falso llevaron, si ya no fue jarro de vino el que les dieron». Según esta cita, no cotizaban los tales muy cara su mendacidad. Y lo propio se deduce respecto a otros «testigos falsos profesionales»; pues, como dice Rodríguez Marín, «por seis maravedís juraban 6.000 falsedades y quitaban 600.000 honras». Llegó a tal la desfachatez de aquellos cínicos, que acudían a plazas y consistorios para ofrecerse a quien los necesitaba, según frase de Guzmán, «de la manera que los trabajadores y jornaleros acuden a las plazas deputadas, para allí ser conducidos al trabajo»”.
En Colombia es bien visto que recuas de políticos vayan a cárceles en el exterior a pescar testigos. Aquí no solo los pícaros tienen posibilidades de mentir sin ninguna limitación de tiempo, sino algunos periodistas por lo visto también. Basta esperar que todos los actores de una calumnia estén muertos, o escudarse en que las fuentes de los periodistas son inviolables. Según reciente artículo un periodista, sin ninguna prueba para sustentar su acusación, afirma que, con todo el apoyo del estamento militar, un presidente aprobó conscientemente un plan para exterminar la UP. El director del portal que publica dicho artículo arranca calumniando al mismo presidente, basado en las afirmaciones de un “técnico” de televisión. Los periodistas que escupen sobre las tumbas de los ilustres, al igual que las palomas con las estatuas, manejan heces.