A veces olvidamos, o simplemente no sabemos, lo prodigiosas que son las montañas andinas que atraviesan la zona tórrida de América del Sur, desde el Ecuador hasta el Caribe. En ellas impera un trópico tibio (no el de playas blancas, palmeras, sol radiante y calor abrasador), con una temperatura que oscila entre lo fresco y lo cálido, bañado por sol y lluvias abundantes que ponen en marcha, sin la tregua de los inviernos, la fábrica de la vida, atravesado por infinidad de ríos de aguas cristalinas que bañan las montañas. Fue en este trópico-de-montaña, lo más parecido al paraíso, que Humboldt, a finales del siglo XVIII, concibió la idea pionera de Naturgemälde, que alude a la imagen de la naturaleza como unidad inescindible entre geografía, clima y flora.
No sé cuánta es la superficie del planeta que corresponde a este trópico-de-montaña, pero no debe ser más del 1 % del planeta. Y ahí, justo en ese paraíso, vivimos los colombianos.
Por haber estado siempre en este lugar privilegiado no somos conscientes de lo que tenemos y por eso nuestra relación con la naturaleza ha sido, y sigue siendo, como decía don Andrés Bello en el viejo Código Civil, de “uso y abuso”. El ejemplo más lamentable de esa visión es la manera como hemos malogrado los ríos, haciendo de ellos alcantarillas cubiertas bajo el cemento de las ciudades, basureros al aire libre o zanjas polvorientas por las que no corre agua.
Conozco muchos de esos ríos porque fui pescador de truchas y sabaletas durante muchos años y hoy veo, afligido, cómo casi todos se convirtieron en corrientes de aguas muertas que van a parar al Magdalena, un río que fue gloria de la patria y que hoy es el colector de los desechos que se producen en los pueblos y las ciudades de Colombia. Gran parte de nuestra riqueza piscícola, tan variada y abundante como nuestra riqueza ornitológica, se ha perdido. Los jóvenes de hoy no conocen la palabra “subienda” porque se refiere a un fenómeno natural que ha desaparecido: el ascenso, a principios del año, de infinidades de peces por el río Magdalena, desde la costa Atlántica hasta el sur del país. Durante los meses de enero y febrero una buena parte de la población colombiana se alimentaba de ese maná acuático obsequiado por la naturaleza. Pero nuestra indolencia es más poderosa que nuestra nostalgia y por eso hoy nadie, o casi nadie, se lamenta de haber perdido ese prodigio natural que era la subienda.
Hasta hace relativamente poco los habitantes de este paraíso tropical creíamos que el agua era inagotable y por eso nos acostumbramos a un despilfarro inconsciente, incapaz de ver el futuro de escasez que se avecina. Solo en estos días de pleno sol, cuando el agua empieza a escasear y los incendios calcinan las montañas, echamos de menos la lluvia y eso que solemos llamar el “mal tiempo”.
Para salir de esta encrucijada no basta con que vuelva a llover en unas semanas o con sembrar más árboles, aunque eso es necesario. La falta de agua es un problema de largo plazo, de tiempos extendidos, que son los que rigen la naturaleza. Tenemos que adaptar la mente y las políticas públicas a esos ritmos lentos y eso implica al menos tres cosas: proteger los páramos, impedir que las alcantarillas y los desechos urbanos se mezclen con las aguas de los ríos, y fomentar una cultura ciudadana del ahorro de agua.
Los alcaldes de nuestras grandes ciudades también deberían estar hablando de eso, no solo de los valientes bomberos que están apagando los incendios.