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Contra la grosería

Mauricio García Villegas
12 de junio de 2022 - 05:30 a. m.

Los políticos tradicionales hablan con frases de cajón y afirmaciones anodinas. Algunos políticos nuevos, para diferenciarse de aquellos, hacen justo lo opuesto: hablan con un lenguaje ramplón y grosero. En eso radica el éxito del candidato Hernández, en hablar sin filtro, insultando y vociferando a diestra y siniestra. Ambos personajes me parecen lamentables, pero creo que este último, el ramplón, es peor, porque los costos sociales de la grosería son más altos que los costos sociales de la hipocresía.

La vida en sociedad sería un infierno si dijéramos todo lo que pasa por nuestra mente. Cuando, por ejemplo, conozco a alguien que me da la impresión de ser amable, pero de estar pésimamente vestido, o lo contrario, no le digo ni lo uno ni lo otro. Me reservo esas opiniones, entre otras cosas, porque es posible que, cuando lo conozca mejor, cambie de parecer. La dosis de silencio o incluso de hipocresía que hay en la cortesía es también un signo de tolerancia, un mensaje de que, en la vida social, muchas veces el respeto vale más que la opinión. Nada de esto entraña el elogio del hipócrita indescifrable, claro que no. Las buenas relaciones están hechas de moderación, de justos medios.

Si esto vale para las relaciones sociales, entre amigos, familiares o colegas, vale todavía más para los líderes políticos y sociales que nos representan. El candidato Hernández desconoce la función social de la cortesía y por eso insulta (sobre todo a las mujeres, a los pobres que compran sus casas y a sus subordinados) con la grosería de un matón de telenovela mafiosa. A mucha gente le gusta esa vulgaridad: por fin un político que habla sin tapujos, que se emociona y vocifera como cualquier parroquiano.

Pero una cosa es hablar con cierta desfachatez en la esquina del barrio o en la oficina (todos hacemos eso) y otra es ultrajar sin reserva, públicamente y desde el gobierno. En un país con serios problemas de convivencia, en el que con demasiada frecuencia la gente se mata porque se odia, institucionalizar la vulgaridad puede ser muy peligroso. “Los conflictos —dice Savater— también se hacen con palabras: echar más insultos al conflicto es como echar leña al fuego”. En Colombia, un país en el que se pasa con demasiada facilidad de la ofensa verbal a la muerte, no deberíamos elegir a un botafuego como Hernández. ¿Acaso tiene la serenidad para soportar la enorme presión psicológica y emocional que implica gobernar un país tan difícil y complejo como Colombia? No lo creo. Cuando me lo imagino en Palacio, en alguna de miles de reuniones de gobierno que tendrá, enfrentado a problemas difíciles, a gente que lo contradice o a leyes que le ponen límites, veo al matón de telenovela gobernándonos y siento pesadumbre, miedo y eso que llaman dolor de patria. Y no he dicho nada sobre su falta de preparación (su elogio a la ignorancia) y sobre las sospechas bien fundadas de corrupción que pesan sobre él y su familia. La derecha tradicional, que muchas veces desprecia la supuesta ordinariez del pueblo, esta vez votará en masa por Hernández. Así como tantas veces hemos visto a muchos representantes de esa derecha en connivencia con el narcotráfico y la violencia ilegal, esta vez la veremos en connivencia con la grosería.

Con Petro, como lo he dicho varias veces, tengo grandes diferencias, sobre todo por su dogmatismo, su arrogancia, su falta de honestidad intelectual y su incapacidad para trabajar en equipo. Son muchos reproches, lo sé. Pero ante la triste disyuntiva actual, creo que, por estas y otras razones, lo menos grave, lo menos peligroso, lo menos indigno es votar por Petro.

 

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