Girasoles y trampas

Mauricio García Villegas
18 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

En 2010, año de campaña presidencial, el candidato Antanas Mockus diseñó su propuesta política a partir de ideas simples como estas: “no todo se vale” y “la vida y los recursos públicos son sagrados”. Con algo tan elemental como eso, que más parecen consignas para fundar un colegio que para gobernar un país, Mockus casi llega a ser presidente.

Pues bien, hoy, siete años después, y en medio del escándalo de Odebrecht, nos enteramos de que los adversarios de Mockus hicieron trampa: violaron los topes impuestos para el ingreso de dineros a su campaña, lo hicieron a través de una persona jurídica extranjera que era contratista del Estado (Odebrecht) y contrataron a un tercero (en Panamá) para que prestara algunos servicios en la campaña (afiches y encuestas), todo lo cual es una sucesión de ilegalidades.

Antanas Mockus estaba en lo cierto cuando denunciaba la cultura de la trampa en el mundo de la política. No sólo eso: él mismo fue víctima de lo que denunciaba. Es triste que la trampa tenga tanto peso en la política colombiana, pero es todavía más triste que la víctima de la trampa sea justamente alguien que, con girasoles y lápices en la mano, funda su propuesta en no hacer trampa. Es como engañar al maestro, al sabio o a la madre.

También aflige ver cómo algunos políticos convencionales, los mismos que han urdido la trampa durante años y que acompañaron a Santos en aquel 2010, salgan ahora a marchar contra la corrupción. Vivimos en una sociedad en donde el discurso de la virtud es tan rentable que los corruptos son los primeros en apropiarse de él. Hacen lo de Napoleón cuando decía: “Yo sé cuándo es necesario quitarme la piel de león para ponerme la del cordero”.

Mockus tenía razón cuando proponía acabar con la trampa, respetar a los demás y defender lo público. Sin esas reglas elementales nada funciona bien; ni el sistema político, ni la empresa, ni la paz, ni el desarrollo económico. La honestidad básica y el respeto por los demás (no hablo de la bondad, ni de la ejemplaridad, ni de grandes virtudes) son como una precondición para que exista confianza entre la gente, y la confianza, ya se sabe, es la base para hacer proyectos colectivos como los que se necesitan para que un país avance.

Mockus tenía razón en algo más: para enfrentar con éxito la cultura de la trampa hay que movilizar a la ciudadanía, a los jóvenes y a la gente que está por fuera de las redes clientelistas y partidistas del sistema político. Mientras la ciudadanía no se organice, no salga a votar y no presione a los gobernantes para que rindan cuentas, seguirá siendo una víctima de los políticos tradicionales y nada cambiará realmente.

¿Qué habría pasado en 2010 si la campaña del candidato Santos no hubiese permitido el ingreso de dineros ilegales, ni hubiese emprendido toda una operación sucia de maledicencia y mezquindad contra Mockus? No lo sé. Quizá Santos habría ganado de todos modos, como lo reconoció con nobleza el mismo Mockus, el jueves pasado; o quizá no. Eso ahora no importa. Lo que sí creo es que este país tiene una deuda de gratitud con Mockus, no sólo por haber trazado el camino que algún día nos puede sacar de este atolladero, sino también por haber sido siempre fiel, hasta el final de su vida política, a sus principios.

Por todo eso se me ocurre que también él merecía los honores que tuvo Santos: no sólo la Presidencia, sino también un premio Nobel, así fuera un premio Nobel simbólico, de esos que le gustan a él.

 

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