Peligros sin alarma

Mauricio García Villegas
10 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Los seres humanos tenemos dificultades para valorar el peligro. Después de los atentados de Londres y París de esta semana, más los ocurridos en el último año, muchos están empezando a decir que la vida en Europa se está volviendo imposible y que salir a la calle es como asumir una aventura de vida o muerte. Pero eso no es cierto; el riesgo de morir en un atentado terrorista es ínfimo; muchísimo menor que, por ejemplo, el de morir en la ducha por causa de un resbalón. En los Estados Unidos el riesgo de morir por el consumo de drogas es de uno en 96, en un accidente de carro es de uno en 114, y por el disparo de un arma de fuego es algo cercano a uno en 300. En cambio, la probabilidad de morir en un accidente aéreo es tan solo de uno en 9.000; en una tormenta, de uno en 66.000, y en una inundación, de uno en 500.000. Los medios de comunicación (y cada uno de nosotros) se alarman mucho por estas últimas tres cosas, que raramente ocurren, y poco por las tres primeras, que ocurren con cierta frecuencia. Debe haber algo en nuestra genética, algo crucial para la supervivencia de los primeros seres humanos, que nos hace encender las alarmas cuando las personas mueren en grupo, de manera violenta y visible.

Nuestra capacidad para alarmarnos no es directamente proporcional al tamaño del peligro que enfrentamos. Hay riesgos altos con preocupaciones mínimas, como la caída en el baño, y riesgos bajos con preocupaciones altas, como el atentado terrorista.

En Colombia hay un peligro altísimo acompañado de una preocupación mínima. Me refiero a los accidentes de motos, de peatones y de ciclistas, es decir de los transeúntes más vulnerables de las vías públicas. Cada año mueren más de 5.000 personas de este tipo. En Medellín, por ejemplo, ellos son el 95 % de los muertos en las vías públicas (el 48 %, peatones, el 43 % van en moto y el 4 %, en bicicleta). No tengo los datos exactos, pero creo que para un peatón cotidiano el riesgo de morir en la calle atropellado por una moto debe estar cercano a uno en 100 y el de morir en moto a uno en 90. Pero esa probabilidad se debe duplicar o triplicar en ciudades de tierra caliente en donde las motos acabaron con el transporte público y dominan completamente el espacio urbano.

No creo que exista un ámbito social diferente al tránsito en donde se puedan salvar tantas vidas con una política pública que combine cultura ciudadana, cambios en la infraestructura y control policial. Pero para ello hay que empezar por ver la tragedia (cada día mueren ocho personas en las vías públicas, casi todos motociclistas y peatones), por sintonizar la alarma con el peligro.

Los únicos que ven esto con claridad son las víctimas. Yo soy una de ellas. Mi padre (muchos de mis lectores lo saben) murió atropellado por una moto en Medellín el año pasado. Cuando estaba vivo yo pensaba que el mayor riesgo para él era el de manejar carro. Por eso me alegré cuando cumplió 88 y, por motivos de edad, no le renovaron el pase. Sin embargo, cuando murió me di cuenta, viendo las estadísticas, de que era muchísimo más peligroso que mi papá caminara por la calle (si hubiese tenido pase probablemente estaría vivo).

Lo que yo quiero con esta columna (y con otras que voy a escribir sobre este tema de aquí en adelante) es ayudar a que la gente vea la magnitud de esta tragedia antes de que se convierta en víctima, como me ocurrió a mí. Sólo así, cuando la sociedad se alarme, los alcaldes y las autoridades de tránsito, que por lo general ven pasar de manera indolente esta tragedia, van a empezar a hacer algo.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar