La condena al exsenador barranquillero Eduardo Pulgar Daza —un pintoresco político célebre por ofrecer una coima a un juez para torcer un proceso judicial y beneficiar así a Luis Fernando Acosta Osío, uno de sus más cercanos financiadores— demuestra que la política en Colombia está echada a la suerte de los corruptos, quienes se han encargado de cooptar todos los estamentos del poder público, sin misericordia alguna.
Pulgar Daza, siguiendo los pasos de Uribe —otro célebre exsenador investigado penalmente por torcer testimonios a su favor—, renunció a su fuero como congresista en un intento desesperado por eludir a la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, en esta ocasión y a diferencia de lo que ocurrió con Uribe, la Corte mantuvo su competencia —como lo debe hacer en todos los casos— y lo condenó a cuatro años de cárcel por los delitos de tráfico de influencias y cohecho, negándole, además, el privilegio de pagar la condena en su “mansión por cárcel”, tal y como debería ser en todos los casos de corrupción.
Este tipo de condenas contra los bandidos que tienen sometida a la política a su propio beneficio y al de sus corruptelas deben celebrarse por todos los colombianos, pese a que es una pena bastante baja para quien, desde el propio poder político, trató de corromper a la justicia, que es lo más sagrado en un país democrático. La Corte aplicó la ley que prevé la reducción de penas por aceptación voluntaria de cargos, pero, de cierta manera, con esa pena mandó el mensaje de que “ser pillo paga”. Un senador que intenta corromper a la justicia debería pudrirse en la cárcel. Sus privilegios y el lugar que ocupa en la sociedad y en la democracia deberían jugar muy duro en su contra al momento en que la justicia repudia su comportamiento enviándolo a prisión.
Todos los días decimos que la política de este país no aguanta un escándalo más de corrupción. Pero al día siguiente hay otro y después otro. Alcaldes, gobernadores, congresistas y concejales, entre otros, que dicen representar al pueblo y se hacen llamar “honorables”, cada día se ven envueltos en escándalos de corrupción, muchos de ellos relacionados con la contratación pública o con favores a sus financiadores.
Todos los escándalos de corrupción que involucran a quienes ostentan cargos de poder son, nada más ni nada menos, gasolina para la inconformidad, el desaliento y la desesperanza de la gente, con mayor rigor para los más necesitados, quienes ven con rabia y con razón cómo los recursos públicos, entre ellos los que deberían destinarse al fortalecimiento de la infraestructura y la financiación de los programas sociales, quedan en manos de unos políticos que, reitero, se hacen llamar honorables, seguramente, por aquello de que la gente se ufana de lo que más adolece.
Los populistas, los mentirosos, los irresponsables, los payasos y los locos de la política aprovechan con enorme facilidad las formas y los discursos contra la corrupción, no para eliminarla sino para conseguir votos. Por eso ganan elecciones, porque el motor de su discurso son los corruptos del momento, así ellos sean los corruptos del futuro.
Por ello, al fin y al cabo, la lucha contra la corrupción no puede ser un simple discurso o un elocuente lema. Debe ser una política pública, no de un candidato, no de un gobierno, no de un líder, sino de un Estado impulsado por el convencimiento de toda una sociedad. Es lo que llaman políticas de Estado.
Mientras la política colombiana sea tan corrupta como en efecto lo es, será difícil transformar este país y, por el contrario, ella será la primera y gran barrera para el desarrollo pues los recursos y la inversión se quedarán a mitad del camino, generalmente en los bolsillos de los “honorables”.